Vivir en la convicción de no estar nunca solo, es ya algo extraordinario porque Dios nos ama y tenemos la posibilidad de amar. Pero esto no es más que un pequeño comienzo: vivimos también en la esperanza de estar con el Señor eternamente, aquí en la tierra buscando hacer su voluntad y luego en la gloria del cielo. (Lc 6, 6-11). Son muchas las ocasiones en que el Evangelio subraya que Jesús era un «conocedor del corazón humano» (Jn 1,48; 2,24; 4,17; 6,61) Esto era, en él, un don divino, pero que, por razón de la ley de la encarnación, se expresaba en forma de una agudeza psicológica particular. Así nos encontramos a veces con personas dotadas de una facultad especial para leer en los corazones... y adivinar, por señales casi imperceptibles, ciertas realidades escondidas.
En aquel hombre que en el Evangelio de hoy (Lc 6,6-11) «tenía la mano derecha paralizada» Jesús veía el sufrimiento interior y quiere curarlo, aunque sea sábado —hablamos ya ayer de la importancia del sábado para los judíos y sus prohibiciones—. Jesús dijo al hombre del brazo atrofiado: «Levántate y ponte ahí en medio de todos». El texto no dice que el hombre pidiera el milagro. Es, como digo, Jesús quien toma la iniciativa precisamente porque prestaba atención a lo que vivía aquel hombre en su enfermedad y en su corazón. Jesús entiende muy bien que la Gloria de su Padre Dios es exaltada en primer lugar por el «bien» que se haga, por la «vida salvada» a alguien. Si contraviene a una tradición, no es para destruir el sábado, sino para honrarlo en profundidad. Liberar a un pobre enfermo de su mal, es, para Jesús, un modo más verdadero de santificar el «día del Señor», que dejar a un hombre en el sufrimiento, por el pretendido honor de Dios. Mediante la curación muestra Jesús que le está permitido restaurar el sentido del sábado según la mente de Dios, ya que él mismo aporta la restauración de todas las cosas. El sábado es figura del gran reposo sabático de Dios (Hb 4,8ss), que se iniciará cuando sean restauradas todas las cosas y todo haya alcanzado su acabada perfección.
Hoy celebramos a santa Regina, una francesita hija de padre romano y de madre gala. Era el tiempo del Imperio. Cuando tenía quince años conoció a Cristo y le entregó su corazón, se bautizó y decidió darle para siempre su virginidad. El prefecto romano se enamoró de ella al verla. En su presencia, Regina confesó su fe. Desde este momento comienzan las dificultades para la fidelidad. Fue puesta en la cárcel y con una amenaza: al regreso del prefecto, que necesariamente ha de ausentarse, ella debe haber cambiado de religión o conocerá el furor romano. A la vuelta del personaje ella se niega a sacrificar a los ídolos, llegan las torturas, los hierros arañan y cortan su carne. También hay prodigios del Cielo: se producen terremotos, se oyen voces celestiales... hasta una paloma se acerca para consolarla, darle ánimos y curarla. El ejemplo fue tan llamativo que la gente se convirtió a centenares. Por fin, fue degollada. ¡Que hermosa la vida de quienes están dispuestos en serio a dar la vida por la fe que tienen y, llegado el momento, darla! Pidamos a María Santísima, la Madre que vivió siempre de fe, que nos ayude a amar desde el interior plenamente a Dios y a saber que nunca estamos solos. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario