Qué gran compromiso nos lanza el trocito del Evangelio que tenemos para meditar el día de hoy (Lc 6,43-49) cuando empieza diciendo: «No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos». El Señor es el que edifica nuestra vida para dar frutos buenos. Sabemos nosotros la fuerza de nuestras palabras y de nuestras obras, es decir, lo que somos y lo que hacemos. Podremos aparentar ser personas rectas; sin embargo, nuestras palabras y lo que hagamos, manifestarán realmente qué clase de personas somos. El Señor quiere que nos hagamos uno con Él dando frutos buenos. El amor fraterno debe ser el primer fruto de nuestra unión a Cristo, pues quien odia a su hermano es un mentiroso cuando dice que ama a Dios. El hombre y la mujer de fe sacan el bien del tesoro de bondad que tienen en su corazón y que han recibido de Cristo. El Señor solamente nos pide que le creamos tomándole como guía y modelo de un preciso estilo de vida fincado en la bondad.
Nos unimos a Cristo, formando un sólo Cuerpo con Él. Así, en Cristo, nos unimos a Dios y somos hechos de su mismo linaje para dar frutos buenos. Los que nos unimos al Señor Jesús formamos la comunidad de creyentes, la Iglesia, la cual se construye en torno a Jesús Eucaristía, que se ha quedado de nosotros para ser, como dice la beata María Inés Teresa, el motor que nos impulse en nuestro ser y quehacer. Debemos aprender a ser fieles al Señor, de tal forma que su vida no sólo se nos comunique, sino que se manifieste en nuestros comportamientos de cada día, en los frutos grandes o pequeños que demos, porque no todos somos iguales como los frutos no todos son iguales ni en forma ni en tamaño, ni en color ni en sabor... cada uno como somos, pero llenos de la bondad de Cristo. Fructifiquemos. No seamos troncos estériles, muertos en el jardín de la naturaleza y del Reino. Llenemos de amor y de justicia, de verdad y sinceridad, nuestro corazón y mente. Si lo hacemos, de nuestros labios brotarán palabras de fe, palabras de esperanza, palabras de confianza. Podemos hablar de tres pasos sencillos para fructificar: primero, acercarse a Jesús, esto es, entablar con él una relación de proximidad, de cercanía, de empatía; segundo, tener una actitud de escucha atenta de sus palabras, para, en tercer lugar, llevarlas a la vida, haciendo de ellas la meta de nuestro comportamiento y relación con él y con los otros siendo buenos.
Hoy celebramos la memoria del Santísimo Nombre de María, Dulce Nombre de María. El hecho de que la Santísima Virgen lleve el nombre de «María» es el motivo de esta memoria instituida con el objeto de que los fieles encomienden a Dios, a través de la intercesión de la Madre Inmaculada, las necesidades de la Iglesia, le den gracias por su omnipotente protección y sus innumerables beneficios, en especial los que reciben por las gracias y la mediación de la Virgen María. Por primera vez, se autorizó la celebración de esta fiesta en 1513, en la ciudad española de Cuenca; desde ahí se extendió por toda España y en 1683, el Papa Inocencio XI la admitió en la Iglesia de Occidente como una acción de gracias por el levantamiento del sitio a Viena y la derrota de los turcos por las fuerzas de Juan Sobieski, rey de Polonia. La gran devoción al Santo Nombre de Jesús, que se debe en parte a las predicaciones de San Bernardino de Siena, abrió naturalmente el camino para una conmemoración similar del Santo Nombre de María. A ella le pedimos que nos ayude a dar buenos frutos en nuestra vida de cada día. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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