El texto evangélico de este domingo (Mt 18,21-35) quiere recordarnos que, si la comunidad tiene como objetivo ser el modelo del estilo de vida que Dios quiere para todos los hombres, el espíritu de perdón mutuo tiene que ser constante y sin condiciones. Y la dureza de la parábola que ilustra la respuesta a la pregunta de Pedro es hoy, para nosotros, discípulos–misioneros, un fuerte toque de atención ante el peligro de acostumbrarnos demasiado a ser cristianos y a pensar que nuestro cristianismo no nos exige más que lo que ya hacemos: ser cristianos nos exige perdonar siempre, por difícil que sea; y si no queremos dar ese perdón, Dios no nos puede admitir. Si repasamos las narraciones evangélicas, nos daremos cuenta de que esta actitud de perdón aparece a menudo como una de las actitudes que determinan si realmente se ha cruzado el umbral del seguimiento de Jesús o no se ha cruzado aún. La llamada al perdón de los enemigos, o la petición del perdón en el padrenuestro, por ejemplo, son muy ilustrativos en este sentido.
Así pues, la muestra más palpable de la profundidad del amor que experimentan los discípulos–misioneros de Jesús es que pueden perdonar. En el perdón el amor se hace concreto y real. Ya no es un ser abstracto objeto de amor. Es la persona viva, con todas sus limitaciones y pecados, indigente y necesitada, a veces molesta e irritante, otras, descartada. El perdón es la única posibilidad de amar en un mundo en que la cruz de Cristo nos habla de la existencia del mal. No necesitamos cerrar los ojos y fingir hombres que no existen. Amamos perdonando. Al respecto llama la atención el enorme contraste que preside la parábola de hoy. Un empleado del rey le debía muchos millones, una suma inmensa, tal que justificara un hecho no frecuente: la posibilidad de venderle a él, a su mujer e hijos, y a sus posesiones. Al empleado, en cambio, uno de sus compañeros le debía cien denarios, una cifra pequeña, que sólo podía ser exigida con unos días de cárcel. Lo que pide el empleado que debía tan ingente suma a su señor es sólo «ten paciencia y te lo pagaré todo». Lo que recibe es «el perdón de la deuda». Lo que pide al empleado su compañero es literalmente lo mismo que él a su señor: «ten paciencia y te lo pagaré todo». Lo que recibe no es ya el perdón, pero ni siquiera esa paciencia, sino la cárcel. El empleado no ha sobrepasado la ley, se ha atenido a ella. Pero ha sido incapaz de transmitir el mensaje de perdón de su señor —Dios— que supera todo lo que él esperaba. La comunidad del Reino no puede vivir de la legalidad, sino de la inmensa alegría del Padre, cuyo amor y perdón excede de lo que podemos pensar.
Entre los santos que se celebran este día, destaca san Marcelino de Cartago, un hombre que vivió en el siglo IV. Amigo de san Agustín, que le dedicó el primer libro de Civitas Dei, mantuvo correspondencia también con san Jerónimo. Siendo tribuno militar del ejército y consejero del emperador Honorio, actuó como tribuno y notario y presidió un sínodo en el cual se condenaron herejías. Fue luego acusado falsamente de corrupción y complicidad con Heracliano, usurpador del Imperio Romano. El general Marino, enviado por el emperador para combatir a Heracliano, dictó una condena de muerte contra Marcelino, por la acusación de traición que habían realizado sus adversarios. San Agustín intervino en vano en favor suyo pues le hicieron decapitar antes que pudiese llegar una contraorden de Roma. Marcelino perdonó a sus perseguidores y fue declarado mártir. Su vida, como la todos los santos y beatos, es un ejemplo de bondad y de perdón extremos. Que nosotros también sepamos perdonar pidiéndole a María Santísima que ella, Nuestra Señora del Perdón, nos ayude. ¡Bendecido domingo, día del Señor!
Padre Alfredo.
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