La parábola que este domingo san Mateo nos presenta (Mt 21,28-32) parece ser, definitivamente la más clara, sencilla y evidente de las parábolas de Jesús en el Evangelio. Con esta parábola, Jesús reprocha la conducta de los que sólo tienen buenas palabras, y alaba en cambio la de aquellos que terminan cumpliendo la voluntad de Dios aunque sea a regañadientes. Comprueba que los santurrones de Israel, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, van a la zaga en el camino del reinado de Dios, mientras que los pecadores, publicanos y prostitutas, les llevan la delantera. Pero traigamos la parábola hasta nosotros: La viña a la que Dios nos pide que vayamos a trabajar es la viña del mundo y de los hombres; y la tarea a realizar es ésa: practicar el derecho y la justicia; conseguir una vida mejor para el hombre; hacer que brille ante toda la creación la grandeza del ser humano; conseguir que la fraternidad sea una realidad que alcance a todos; evitar todo dolor, todo sufrimiento, toda soledad. Desde aquí es que se puede entender lo que es la misericordia y cómo el Papa Francisco constantemente hace alusión a estos puntos.
En la parábola, uno de los hijos contestó «sí» al mandato de su padre, pero no fue a trabajar a la viña; el otro contestó «no», pero fue a cumplir su mandato. El segundo hizo lo que el padre quería, aunque resultó, a primera vista, díscolo y desobediente. No es decir lo importante en el hombre de fe, sino decir y actuar, traducir en obras lo que se dice. Cristo enfrenta a sus interlocutores, lo más escogido de su pueblo, con la parábola y, por si no lo habían entendido bien se lo explica con toda claridad advirtiéndoles de algo que les debió sentar como un tiro: los publicanos y las prostitutas les precederán en el Reino de los cielos. Es de presumir que el escándalo que tal afirmación provocaría en los hombres «perfectamente religiosos» que lo oían sería mayúsculo. Pero ahí está la parábola y la interpretación hecha por el mismo Jesús para que no quepan dudas. El que sea capaz de «ir a la viña» y trabajar donde y como manda el dueño de aquélla, ése es el que cumple como bueno; el que sólo habla, aunque sea con hermosos y sabios contenidos, pero luego no trabaja de acuerdo con esos mismos contenidos, con ese «sí» que pronuncia fácilmente, no puede acertar.
Hoy es el día de san Vicente Paúl, un sacerdote que lleno de misericordia y de espíritu misionero en París al servicio de los pobres, veía el rostro del Señor en cada persona doliente. Fundó la Congregación de la Misión —Paúles, extendidos por el mundo entero—, al modo de la primitiva Iglesia, para formar santamente al clero y subvenir a los necesitados, y con la cooperación de santa Luisa de Marillac, fundó también la Congregación de Hijas de la Caridad —con casas en muchas partes también hoy—. Es una de las figuras más representativas del catolicismo en la Francia del siglo XVII. Además de fundador de estas dos congregaciones, fue nombrado Limosnero Real por Luis XIII, función en la cual abogó por mejoras en las condiciones de los campesinos y aldeanos. Realizó una labor caritativa notable, sobre todo durante la guerra de la Fronda, una de cuyas consecuencias fue el incremento de menesterosos en su país. La espiritualidad de san Vicente posee la solidez del corazón que la vive sin reservas, no se queda en palabras, sino que salta a la acción. El 18 de abril de 1659, un año antes de su muerte, Vicente escribe unas largas consideraciones sobre la humildad, que presenta como la primera cualidad de un sacerdote de la Misión. Murió el 27 de septiembre de 1660. Que su ejemplo nos anime a convertir el «sí» que hemos dado al Señor, en un «Sí» como el de María a quien tanto amó. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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