miércoles, 2 de septiembre de 2020

«Cristo el evangelizador, el liberador, el orante»... Un pequeño pensamiento para hoy

La misericordia de Jesús, se traduce en un don que se halla abierto a todos los que esperan. Ciertamente, el Evangelio es un regalo que enriquece la existencia: pero es un regalo que no se puede encerrar, un regalo que nos abre sin cesar hacia los otros. Lo que Jesús anunció en Nazaret lo va cumpliendo. Allí dijo, aplicándose la profecía de Isaías, que había venido a anunciar la salvación a los pobres y curar a los ciegos y dar la libertad a los oprimidos. En efecto, hoy leemos el programa de una jornada de Jesús «al salir de la sinagoga» (Lc 4,38-44): cura de su fiebre a la suegra de Pedro, impone las manos y sana a los enfermos que le traen, libera a los poseídos por el demonio y no se cansa de ir de pueblo en pueblo «anunciando el reino de Dios». En medio, busca momentos de paz para rezar personalmente en un lugar solitario.

Podemos revisar dos significativos rasgos de esta página. a) Jesús, en medio de una jornada con un horario intensivo de trabajo y dedicación misionera, encuentra momentos para orar a solas. b) Y no quiere «instalarse» en un lugar donde le han acogido bien: «también a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios» —dice a la gente—. Esto nos viene muy bien como discípulos misioneros para que evitemos dos peligros que a todos nos asechan: el activismo exagerado, descuidando la oración, y la tentación de quedarnos en el ambiente en que somos bien recibidos, descuidando la universalidad de nuestra misión. Debemos fijar nuestros ojos en Cristo, él es el evangelizador, el liberador, el orante que sabe encontrar tiempo para todo y para todos sin acomodarse o instalarse. Fijos nuestros ojos en él, que es nuestro modelo y maestro, aprenderemos a vivir su mismo estilo de vida. Dejándonos liberar de nuestras fiebres y ayudando a los demás a encontrar en Jesús su verdadera felicidad.

Hoy celebramos al beato Bartolomé Gutiérrez, quien fuera sacerdote agustino misionero y que pasó gran parte de su vida logrando múltiples conversiones en Japón, pero que recibió la corona del martirio en 1632 junto con otros misioneros. Nació en Ciudad de México el 4 de septiembre de 1580 y a los 16 años ingresó a la orden agustina. En 1596 tomó el hábito en el convento de San Agustín y profesó en dicha orden un año después. Hechos los estudios eclesiásticos fue ordenado sacerdote. En 1612 se embarcó a Japón y un año después fue nombrado prior del convento de Usuki donde se entregó de lleno a la evangelización. Ejerció un ministerio ejemplar entre los fieles japoneses, predicándoles y administrando los sacramentos a escondidas. Se enfrentó al peligro de las persecuciones. Así mismo practicaba ayunos, mortificaciones y vigilias. Fue trasladado con sus compañeros a Nagasaki, lo mantuvieron prisionero durante tres años y luego fue quemado vivo hasta que su cuerpo quedó reducido a cenizas y éstas arrojadas al mar. Que nuestra vida sea tan fecunda como este santo mártir que se entregó de lleno por la causa de Cristo y que María Santísima interceda y nos ayude a alcanzar esta gracia. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

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