«Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica», dice Jesús en el Evangelio de este día (Lc 8,19-21). Estas palabras han resonado a lo largo de los siglos y han sido motivación para que muchos sigan a Cristo dejándolo todo. La comunidad con Jesús va más allá de la sangre, porque está en oír y hacer realidad la Palabra. María es Madre de Jesús por el «sí» total y absoluto, dado un día a la palabra de Dios. Ella fue un «sí» a la Luz y dio a luz la Luz del mundo; no se la apropió, la entregó y esta misma donación la hace madre y hermana de todos los que siguiendo sus huellas son un sí a la Palabra y un ejemplo para el ser y quehacer de la Iglesia. Los que escuchan y cumplen la palabra de Jesús se convierten en su familia. No son siervos que están fuera y que reciben por simple compasión un don de amor. Son la madre y los hermanos; es decir, forman con Jesús un mismo hogar de comunión y de confianza. Este texto, con la parte central que he mencionado, me lleva a ver qué clase de seguidores de Cristo queremos ser: «los que sólo quieren verlo», como el antiguo Israel (Mt 8,20: cf. Mt 9,18-19; Mt 10,24); «los que sólo escuchan», como la multitud de los oyentes (Mt 8,10); o cómo «los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen en práctica» (Mt 8,21).
Ser cristiano significa vivir en el misterio del amor que Dios nos comunica como nueva posibilidad de existencia; pero, a la vez, supone lograr que el don se expanda de tal forma que se convierta para nosotros en un principio de existencia: desde el amor de Dios debemos llegar a ser familia de amor para los otros. Ésta es el alma de la Iglesia, y la Iglesia es su fruto. De la palabra de Dios brota siempre una Iglesia viva en salida. Ésta viene a ser familia de Cristo oyendo y guardando la palabra de Dios. Si escuchamos la Palabra de Jesús, nos hacemos semejantes a Él, poco a poco vamos pensando y reaccionando como Él... como si viviéramos familiarmente con Él, como hermanos. Nosotros pertenecemos a la familia de Jesús según esta nueva clave: escuchamos la Palabra y hacemos lo posible por ponerla en práctica. Muchos, además, que hemos hecho profesión religiosa o hemos sido ordenados como ministros, hemos renunciado de alguna manera a nuestra familia o a formar una propia, para estar más disponibles en favor de esa otra gran comunidad de fe que se congrega en torno a Cristo. Pero todos, sacerdotes, religiosos, casados y solteros, debemos servir a esa Familia de los creyentes en Jesús, trabajando también para que sea cada vez más amplio el número de los que le conocen y le siguen.
Los santos niños tlaxcaltecas Cristóbal, Antonio y Juan, a quienes celebramos el día de hoy, fueron martirizados entre los años 1527 y 1529 por predicar la doctrina cristiana en la Nueva España —hoy México—. Cristóbal cursó sus estudios en la escuela franciscana de Tlaxcala hacia 1524 – 1527. Murió a la edad de 12 años. Su papá irritado furiosamente porque el niño no quiso adorar a los ídolos, lo martirizó arrojándolo al fuego luego de golpearlo. Sobre Antonio y Juan, se sabe que fueron educados en la primera escuela franciscana de Tlaxcala. Dos años después del martirio de Cristóbal, llegaron a Tlaxcala dos Dominicos. Viendo a tantos niños de la escuela franciscana, suplicaron a Fray Martín de Valencia que les diera a algunos para compañeros, ya que les servirían de catequistas e intérpretes. Entre ellos fueron designados Antonio y Juan. Llegados a Tepeaca, los frailes comenzaron la predicación del Evangelio; los niños se dedicaron a recolectar ídolos y fueron sorprendidos por los naturales, que los mataron a palos. Pidamos a María Santísima, la primera en escuchar la Palabra y hacer familia, que nos ayude a nosotros también a ser valientes para vivir la fe en la familia de Cristo. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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