viernes, 4 de septiembre de 2020

«Lo nuevo y lo viejo»... Un pequeño pensamiento para hoy


La disciplina que Jesús exige a sus discípulos salta a la vista en el pasaje del Evangelio que hoy nos presenta la liturgia de la palabra (Lc 5,33-39) y eso escandaliza a la muchedumbre, porque no tiene nada de parecido con las que los rabinos imponían. Mientras que los discípulos del Bautista y de los fariseos observaban ciertos días de ayuno, los de Cristo parecían dispensarse de ello (v. 33). Jesús justifica esta actitud por medio de una declaración sobre la presencia del Esposo (v. 34-35) y de dos breves parábolas. (vv. 36-37). En el Antiguo Testamento y en el judaísmo, la práctica del ayuno estaba ligada a la espera de la venida del Mesías. El ayuno y la abstinencia de vino expresaban la insatisfacción de la época presente y la espera de la consolación de Israel. Juan Bautista hizo de esta actitud una ley fundamental de su comportamiento (Lc 1, 15).

Desde entonces, cuando los discípulos de Jesús se dispensan de los ayunos prescritos o espontáneos, dan la impresión de desinteresarse de la llegada del Mesías y de negarse a participar de la esperanza mesiánica. Pero la respuesta de Jesús es bastante clara: los discípulos no ayunan porque ya no tienen nada que esperar, puesto que ya han llegado los tiempos mesiánicos: ya no tienen que apresurar, mediante prácticas ascéticas, la llegada de un Mesías en cuya intimidad ya viven. Esta intimidad será interrumpida por la pasión y la muerte de su Maestro: en este momento, ayunarán hasta el tiempo en que el Esposo les sea devuelto en la resurrección y en el Reino definitivo. Las conocidas parábolas del vestido y de los odres proporcionan otra respuesta a la extrañeza de los discípulos de Juan y de los fariseos. Las dos parábolas no establecen una comparación, sino que subrayan solamente una incompatibilidad: no hay que querer asociar lo nuevo a lo viejo, so pena de perjudicar a uno y otro, porque el vestido remendado combinará mal y el odre viejo se perderá irremediablemente... y el vino con él. La lección que se desprende de la respuesta de Cristo está, por tanto, clara; hay que elegir, renunciando a lo que echa lo nuevo a perder.

En Sillery, ciudad de la provincia de Quebec, en Canadá, la beata María de Santa Cecilia Romana (Dina) Bellanger, virgen, de la Congregación de Religiosas de Jesús y María, vivía entregada y confiando sólo en el Señor. Excelente pianista y una gran mística de nuestros tiempos, durante no pocos años soportó una grave enfermedad. En su corta vida encarnó admirablemente su anhelo de amar y dejar hacer a Jesús y a María. Un día en medio de una «noche oscura» que vivió, percibió sobrenaturalmente que Cristo se llevaba su corazón, quedándose Él en su lugar. Y en otra ocasión volvió con esta víscera purificándola con tanto amor que quedó abrasado en él; ella misma pudo soplar las cenizas, signo de la ruptura completa con su pasado porque ahora todo era nuevo. Después, volvió a ocupar su espacio en el pecho. Cuando Cristo le hizo entender que moriría el 15 de agosto de 1924 aludía a una muerte mística, no física. La muerte física llegó el 4 de septiembre de 1929 tras una tuberculosis que le produjo incontables sufrimientos. Había dicho: «En el cielo yo seré mendiga de amor, esa es mi misión y la comienzo inmediatamente, daré la alegría». Que ella y la Santísima Virgen que supo ver lo nuevo de los tiempos en la llegada de su Hijo el Mesías Redentor, nos ayuden a reestrenar nuestro sí al Señor. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

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