jueves, 24 de septiembre de 2020

«Curiosidad»... Un pequeño pensamiento para hoy

El Evangelio de este día nos dice que Herodes tenía curiosidad de ver a Jesús (Lc 9,7-9). Herodes, en medio del relato de la misión de los Doce y el de la multiplicación de los panes se hace una pregunta sobre Nuestro Señor: «¿Quién será, pues, éste del que oigo semejantes cosas?» Se hablaba de Él, se contaban mil cosas sobre Él, se ponían en sus labios palabras que sin duda eran inverosímiles, se le atribuían hechos que eran exagerados por el entusiasmo popular y el fervor de las pasiones... A Herodes le picaba la curiosidad como se suele decir. Y aquel poderoso, que debía el trono al favor de los ocupantes, quería ver a aquel individuo un tanto extraño en una Galilea demasiado provinciana. La curiosidad es, quizás, por mucho, el primer paso para el encuentro y para la fe. El asombro, la sorpresa, la provocación son el pórtico que nos introduce en el descubrimiento de los laberintos de la casa y que nos inicia en el misterio de una morada. Curiosidad es sinónimo de descubrimiento; es tensión hacia un objeto entrevisto, deseado. ¡Ay del amor si no es curioso! el fuego que no se aviva, está ya muerto. Si Herodes hubiera aprovechado la curiosidad, otra cosa sería. Porque la fe es curiosidad, es decir, asombro que compromete a arriesgarse en la aventura, en un encuentro entrevisto y, en consecuencia, deseado. 

La fe es curiosidad, de forma que la duda le es indispensable. La incertidumbre y la incomprensión no son la cara contradictoria de la fe, el otro aspecto que se opondría a ella como se opone el negro al blanco. La incertidumbre y la incomprensión pertenecen al terreno de la fe como el hueco que espera ser llenado, como la espera que aguarda el encuentro, como el hambre que se alimenta con lo que pueda satisfacerla. Pocos años antes de cumplirse el siglo cristiano del Japón, que se inicia en 1549 con la llegada de san Francisco Javier, llegó a éste, para nosotros remoto país, el padre Antonio de León González. Era el año 1636. A los 16 años ingresó en la orden dominicana. Después de cursar sus estudios, fue ordenado sacerdote y destinado a proseguir estudios de especialización teológica. Ejerció luego como profesor de teología y maestro de estudiantes dominicos. El P. Antonio alternaba ambas actividades con la predicación. En esos ambientes y actividades, de estudio, de observancias religiosas y de predicación, nació, creció y se desarrolló en él un deseo de ser misionero y mártir. 

Un día, el padre Antonio escuchó una carta que invitaba a incorporarse a las misiones de Extremo Oriente y le dio curiosidad, embarcó rumbo a Filipinas. Nada más llegar manifestó su deseo de incorporarse de inmediato a las misiones del Japón. Fue elegido para encabezar el grupo misionero destinado al Japón para suplir las bajas de otros misioneros y animar a los cristianos perseguidos. San Antonio González llegó a Nagasaki enfermo, pero no escatimó fuerzas ni valentía al contestar al interrogatorio de las autoridades en las que no faltaron las incitaciones a la apostasía y a profanar las sagradas imágenes que portaba. Le sometieron, primero, al suplicio del agua ingurgitada y, viendo que no conseguían su propósito, a otros tormentos que agudizaron su fiebre de tal forma que tuvieron que llevarle en brazos a la cárcel, donde finalmente murió. Fue al amanecer del día 24 de septiembre del año 1637 cuando entregó su alma a Dios. Su cuerpo fue llevado a la colina sagrada de Nagasaki y echado al fuego. Que este santo varón y María Santísima intercedan por nosotros para que vivamos la fe en profundidad. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.


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