jueves, 5 de diciembre de 2019

«Cada Adviento... ¡Cuántas cosas tenemos que aprender!»... Un tema para retiro


Estamos ya muy acostumbrados al término "ADVIENTO". Ya sabemos lo que significa esta palabra, porque hemos vivido la experiencia de este tiempo litúrgico en otros años. Pero, quizá, al adentrarnos más en la vida de la Iglesia, no hemos llegado a captar toda la riqueza que encierra dicho concepto. «Adviento», es una palabra que viene del griego y que tiene varias connotaciones, quiere decir: «Venida», «Llegada comenzada», «Presencia por llegar». Por tanto, a la luz de estos significados, debemos preguntarnos: ¿Quién es el que viene? y ¿para qué viene? Esto hasta un niño de catecismo nos lo responde, todo mundo en la Iglesia sabe que es Jesús el que viene, ese Jesús a quien también ya nos hemos acostumbrado a ver como hombre. Estamos tan familiarizados con la encarnación de Jesús (el Hijo de Dios hecho Hombre), que no nos maravillamos ya cuando leemos la páginas del Evangelio que narran la historia de la Encarnación.

Creo que es necesario recobrar y mantener vivo el sentido de la admiración, el sentido de la sorpresa y de la adoración frente a este misterio de los misterios. Precisamente para eso disponemos de es¬te tiempo del Adviento, para que podamos adentrarnos en esta verdad esencial del cristianismo cada año: Jesús, el Verbo Encarnado, ha asumido la naturaleza humana y de nuestra naturaleza ha tomado también las dimensiones terrenas.

El, Hijo del Padre en la eternidad, ciudadano de la eternidad y del Cielo por derecho natural, se ha hecho Hijo del hombre y ciudadano de la tierra. Así, el cristianismo brota de una relación particular: DIOS-HOMBRE. El itinerario que Jesús ha recorrido de lo alto hacia lo bajo, para convertirse en el Hijo del Hombre y ciudadano de la tierra, es el mismo itinerario de lo bajo hacia lo alto, que nosotros debemos recorrer para hacernos hijos de Dios y ciudadanos de la eternidad.

Como vemos, se trata de una realidad profunda y sencilla, que resulta cercana a la comprensión y sensibilidad de todos los hombres y, sobre todo, de quien sabe hacerse niño con ocasión de la noche de Navidad. No en vano dijo Jesús una vez: «Si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos» (Mt 18,3). 

Solamente haciéndonos como niños podemos:

   Renovar el sentido gozoso de la espera.

   Sentir necesidad de convertirnos.

   Rejuvenecer la esperanza.

Según la lógica sobrenatural, nosotros deberíamos razonar así, como niños para quienes todo pasa pronto: es bello que todo pase y pase pronto, porque así el Señor viene, y viene pronto. Se trata de ver las cosas con otros ojos, con ojos limpios, con un corazón nuevo. De manera que nuestra vida asuma una semejanza profunda con el misterio de Jesucristo, que viene en un compromiso de caridad y para hacer público cómo es que Él ama a su Padre y ama a quienes el Padre le ha dado. Todo pasa y mientras que este pasar de todas las cosas sea manantial de tristeza, quiere decir que la cristianización de las almas, de las conciencias, de los pueblos, de la civilización, no está todavía completa, porque la única reacción cristiana al hecho de que todo pasa, no puede ser más que una reacción de alegría. Todo pasa y Dios viene. Y si llega Él, aquél es el día de gloria, día de felicidad.

Por eso la alegría es un elemento fundamental del tiempo de Adviento. Si el Adviento es tiempo de vigilancia, de oración, de conversión; lo es además, de ferviente y gozosa espera. El motivo de la alegría es claro: Todo pasa y «El Señor está cerca» (cf. Flp 4,5). 

«¡Exulta, alégrate!» le dice el ángel a María (Lc 1,28), y a ella, antes que a nadie, le anuncia una alegría que luego se proclamará para todo el pueblo que aún vive sumergido en la tristeza de un mundo de egoísmo, de rivalidad y de discordias.

Este pensamiento, puede parecer muy alto, muy utópico… ¡De dónde sacamos alegría en un mundo como este! Sin embargo es en realidad un pensamiento que debemos hacer familiar en cada momento de nuestra vida. Nuestros días, tan llenos de cosas, nuestros días llenos de quehaceres que resultan un afán sin paz y sin descanso, en realidad, deben transformarse en días de una paz serena, en la seguridad de que Dios viene, que Dios pasa para no ocultarse jamás, en todos los momentos de nuestra vida. El Adviento es una reafirmación del camino eterno del hombre hacia Dios; cada año marca un nuevo comienzo de este camino: ¡La vida del hombre no es un camino impracticable, sino vía que lleva al encuentro con el Señor! ¡Vamos en espiral a su encuentro… cada año más arriba!

Por eso el cristiano, esta criatura que tiene tanta esperanza en el cielo, es paciente, no se inquieta nunca ante las agitaciones de la vida de todos los días... así la encarnación se da en una realización histórica de la vida cotidiana: la pobreza de la Madre, el ambiente de un pueblo, los comentarios de la gente.

Con todo esto, se podría pensar que si para Nuestro Señor encarnarse ha sido un itinerario de humildad, para nosotros divinizarnos debería ser un itinerario de gloria, ya que si Él baja, nosotros hemos de subir, pero no es así, porque nuestra vida no puede ser una competición con aquella soberanía que le pertenece exclusivamente a Dios. Debemos ser conscientes de que todo es un don, que todo es misericordia y dignación de Dios y que en este tiempo de Adviento nos reconozcamos peregrinos y saboreemos la humildad que debe haber en nuestras vidas. Nuestra condición de seres humanos y de hombres pecadores por naturaleza; nuestra responsabilidad de pecadores por nuestros pecados personales, todo esto, nos pone frente a Dios en condición de humildad.

Cada Adviento... ¡Cuántas cosas tenemos que aprender! Hay que entender que el misterio de la venida del Señor se nos presenta como el misterio que nos compromete de una manera formidable a ser sobrenaturales, y por tanto a abandonar con supremo desapego todo aquello que no es transferible a la eternidad y que, mientras nos compromete en este modo tan austero de vivir, nos llena de una alegría sin fin. El Adviento del Señor anticipa en lo más profundo de nuestro corazón y de nuestra vida, experiencias, o al menos presentimientos, nostalgias de otra vida, la eterna, donde, finalmente, el advenimiento del Señor será un misterio cumplido, ya que la única casa del Padre será habitada por la totalidad de los hijos y, desde ese día, en la familia de Dios no habrá ocaso.

El Adviento es prospectiva gozosa de ir «a la casa del Señor» (cf. Sal 121,1) de llegar al término de esta gran peregrinación en que debe consistir la vida terrena. El hombre está llamado a vivir en la casa del Señor. Allí está su casa verdadera. La peregrinación es figura de nuestro camino hacia la casa del Padre y el Adviento nos estimula a apresurar el paso con esperanza.

El Adviento es la espera del día del Señor, es decir, de la hora de la verdad. Es la espera del día en que el Señor será juez de las gentes y árbitro de muchos pueblos (Is 2,4). El Adviento tiene un significado escatológico, puesto que atrae nuestro pensamiento y propósitos hacia realidades futuras. Nos exhorta a prepararnos bien a las realidades celestiales, de modo que la llegada del Señor no nos encuentre desprevenidos y mal dispuestos.

Esperamos a Cristo, que si vino ya en la realidad de nuestra carne —y lo vamos a recordar en Navidad—, vendrá también al final del mundo cuando se hayan cumplido todos los signos de los tiempos y viene constantemente ahora, en el tiempo presente, a nuestras almas.

En Adviento contemplamos, entonces estas tres venidas del Señor. San Bernardo, abad, en uno de sus sermones habla acerca de estas tres venidas de Cristo, la primera: en el portal de Belén, la tercera: al final de los tiempos; y la segunda: la actual, aquella que se hace presente a cada instante en su Iglesia peregrina de este mundo. La primera en la carne, la segunda en el alma, la tercera a la hora del juicio. La primera tuvo lugar en medio de la noche según las palabras del evangelio: «A medianoche se oyó un grito: Ya está ahí el Esposo.» (Mt 25,6) Esta primera llegada ya ha pasado, porque Cristo se ha hecho visible en la tierra y ha conversado con los hombres.

Ahora estamos en la segunda venida, a condición que estemos preparados para que pueda venir a nosotros, pues ha dicho que «si le amamos vendrá a nosotros y habitará en nosotros» (cf Jn 14,23). Esta segunda venida es para nosotros una venida mezclada con incertidumbre, porque ¿quién sino el Espíritu de Dios conoce los que son de Dios? Aquellos que son arrebatados por el deseo de Dios saben bien cuándo viene, pero no saben «ni de dónde viene ni a dónde va» (Jn 3,8).

En cuanto a la tercera venida —conocida más bien ésta como la segunda venida de Cristo—, es cierto que tendrá lugar e incierto cuándo tendrá lugar; ya que no hay cosa más cierta que la muerte ni cosa más incierta que el día de la muerte. «Cuando los hombres hablen de paz y seguridad, entonces, caerá sobre ellos la ruina de improviso, igual que los dolores de parto sobre la mujer embarazada, y no podrán escapar.» (1 Tes 5,3) La primer venida se efectuó en la humildad y ocultamiento, la segunda es misteriosa y llena de amor, la tercera será manifiesta y terrible... ¡Fascinante! 

En su primera venida, Cristo ha sido juzgado por los hombres injustos; en la segunda nos hace justicia por la gracia; en la última juzgará todo con justicia y rectitud: Cordero en la primera venida, León de Judá en la tercera, Amigo lleno de ternura en la segunda venida.

Los buenos cristianos viajan siempre con su documentación en regla, por si la muerte les sorprende de improviso. El Adviento es un clarinazo, y un grito que dice ¡ALERTA! Viene el Señor. Lo que interesa a fin de cuentas, es que como buenos cristianos estemos siempre listos para el encuentro con el Hijo del Hombre, con nuestro Señor Jesucristo, como quien se va a encontrar con un amigo, el mejor de todos.

Preparémonos al encuentro con Cristo como se prepararon los profetas, los patriarcas, como se preparó Juan el Bautista, como se preparó la Santísima Virgen. Con grandes deseos, con oraciones prolongadas, con espíritu de conversión y reconciliación.

Padre Alfredo.

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