sábado, 14 de diciembre de 2019

«Un santazo»... Un pequeño pensamiento para hoy

No me da pena iniciar mi reflexión que es solamente un pequeño granito de arena diciendo que hoy celebramos «un santazo». Me refiero a san Juan de la Cruz, quien además de maestro, es escritor y doctor de la Iglesia. Fue reformador de los carmelitas dando inicio a los llamados carmelitas descalzos y ocupó diferentes responsabilidades en su orden. Fue así mismo un hombre que supo iluminar y estimular en el seguimiento de Cristo a quien estuviera a su lado o lo leyera —hasta la fecha—, quitando tropiezos y alentando positivamente desde la vida teologal a infinidad de almas. A los veintiún años, tomó el hábito en el convento de los carmelitas de Medina del Campo, en España, su tierra natal recibiendo el nombre de religión de Juan de San Matías. Después de hacer la profesión religiosa, pidió y obtuvo permiso para observar la regla original del Carmelo, sin hacer uso de las mitigaciones —permisos para relajar las reglas— que varios pontífices habían aprobado y que era entonces cosa común en todos los conventos. San Juan hubiese querido ser hermano lego, pero sus superiores no se lo permitieron. Tras haber hecho con éxito sus estudios de teología, fue ordenado sacerdote en 1567. 

Creo que desde aquel momento Juan se dio cuenta que uno de los secretos del camino de la santidad es alimentar la llama del amor de Cristo en el corazón y tener encendido el deseo de cosas grandes, sin limitar ni el corazón ni la mente con pequeños proyectos o con pequeñas satisfacciones terrenas. Pero al mismo tiempo, y en las luchas terribles que tuvo que enfrentar, aún con sus mismos hermanos en religión que no lo entendían y lo llegaron incluso a encarcelar, el medio fraile —como le llamaba santa Teresa de Ávila por su bajísima estatura—, comprendió que solo asumiendo hasta el fondo nuestra nada, podemos llegar al Todo; que solo descendiendo en las profundidades oscuras de nuestro ser hombre, podemos encontrar al Dios que nos eleva hacia sí con alas de águila. Pero de entrada parecería que esto no es para nuestros tiempos, nosotros vivimos en la época de la de la post-verdad: lo que influye las decisiones de las personas no son los hechos ni reconocer su pequeñez, sino las impresiones, las sensaciones, el «me gusta-no me gusta» de las redes sociales. Así, el corazón se cierra y se deja devorar por la cultura del post —post-moderno, post-cristiano, post-humano...— 

San Juan de la Cruz tiene mucho que enseñar al hombre de hoy sobre todo en el terreno de la vida espiritual tan venida a menos. Leyendo sus escritos uno puede percibir que por su radicalidad, uno puede llegar a la última línea defensiva de la verdad sin dejarse llevar por tantas tonterías que circulan por las redes sociales y que buscan atropellar nuestra fe con la niebla de los gustos y de las emociones. Hay, entre los valiosos escritos de san Juan de la Cruz, una carta que escribió a uno de sus hermanos religiosos carmelitas en el año de 1589, un texto profético, que golpea por su actualidad y por el rigor lógico con el que distingue entre sentimientos y amor. A Dios, nos deja en claro el santo, se llega a través del amor, que es Dios mismo en su ser y es el amor con el que Dios nos ama. Lo que sentimos, las alegrías y las tristezas, los placeres y los disgustos, no están privados de valor: son «motivos para amar», pero no son el amor. Si se transforman en fines, el alma se repliega sobre sí misma y se cierra a Dios. Leyendo el Evangelio de hoy (Mt 17,10-13), vemos a Jesús hablando del profeta Elías en un texto un tanto raro, por así decir, pero un texto que nos dice que muchos Elías han estado en este mundo. Y con todos ellos el mundo «hizo lo que quiso». Muchos anunciaron el Reino de Dios, vivieron para ese Reino de los pobres y de la libertad. Y fueron calumniados, maltratados, silenciados, torturados y asesinados. A muchos los conocemos, como a san Juan de la Cruz. Son, como él, los santos y beatos que, a veces, sin ser del todo comprendidos, nos marcan el camino de la Vida con su vida y su muerte. Otros son más anónimos. Nunca sabremos sus nombres, nadie reclamará por ellos. Son más pobres aún, pero seguro, como san Juan nos recuerdan, con sus vidas que, «al atardecer de nuestras vidas seremos juzgados en el amor». Que María Santísima nos ayude y nos aliente para que, en este recorrido del Adviento, busquemos amar al Señor que se acerca y hacerle amar con todo nuestro ser. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo. 

P.D. Dejo aquí, para quien tuviera tiempo de leer, la larga Carta de san Juan de la Cruz a ese religioso carmelita descalzo de la que hablo. Está escrita en su español original que parece difícil de leer, pero puede irse poco a poco meditando... ¡Es muy actual!: 

«Segovia, 14 abril 1589. 

La paz de Jesucristo sea, hijo, siempre en su alma. 

La carta de Vuestra Reverencia recibí, en que me dice los grandes deseos que le da Nuestro Señor de ocupar su voluntad en solo él, amándole sobre todas las cosas, y pídeme que en orden a conseguir aquesto le dé algunos avisos. 

Huélgome de que Dios le haya dado tan santos deseos, y mucho más me holgaré que los ponga en ejecución. Para lo cual le conviene advertir cómo todos los gustos, gozos y aficiones se causan siempre en el alma mediante la voluntad y querer de las cosas que se le ofrecen como buenas y convenientes y deleitables, por ser ellas a su parecer gustosas y preciosas; y según las aficiones y gozos de las cosas, está el alma alterada e inquieta. 

Pues para aniquilar y mortificar estas aficiones de gustos acerca de todo lo que no es Dios, debe Vuestra Reverencia notar que todo aquello de que se puede la voluntad gozar distintamente es lo que es suave y deleitable, por ser ello a su parecer gustoso; y ninguna cosa deleitable y suave en que ella pueda gozar y deleitarse es Dios, porque, como Dios no puede caer debajo de las aprehensiones de las demás potencias, tampoco puede caer debajo de los apetitos y gustos de la voluntad; porque en esta vida, así como el alma no puede gustar a Dios esencialmente, así toda la suavidad y deleite que gustare, por subido que sea, no puede ser Dios; porque también todo lo que la voluntad puede gustar y apetecer distintamente es cuanto lo conoce por tal o tal objeto. 

Pues, como la voluntad nunca haya gustado a Dios como es, ni conocídolo debajo de alguna aprehensión de apetito, y, por el consiguiente, no sabe cuál sea Dios, no lo puede saber su gusto cuál sea, ni puede su ser y apetito y gusto llegar a saber apetecer a Dios, pues es sobre toda su capacidad; y así, está claro que ninguna cosa distinta de cuantas puede gozar la voluntad es Dios. Y por eso, para unirse con él se ha de vaciar y despegar de cualquier afecto desordenado de apetito y gusto de todo lo que distintamente puede gozarse, así de arriba como de abajo, temporal o espiritual, para que, purgada y limpia de cualesquiera gustos, gozos y apetitos desordenados, todo ella con sus afectos se empleen en amar a Dios. 

Porque, si en alguna manera la voluntad puede comprehender a Dios y unirse con él, no es por algún medio aprehensivo del apetito, sino por el amor; y, como el deleite y suavidad y cualquier gusto que puede caer en la voluntad no sea amor, síguese que ninguno de los sentimientos sabrosos puede ser medio proporcionado para que la voluntad se una con Dios, sino la operación de la voluntad, porque es muy distinta la operación de la voluntad de su sentimiento: por la operación se une con Dios y se termina en él, que es amor, y no por el sentimiento y aprehensión de su apetito, que se asienta en el alma como fin y remate. Sólo pueden servir los sentimientos de motivos para amar, si la voluntad quiere pasar adelante, y no más; y así, los sentimientos sabrosos de suyo no encaminan al alma a Dios, antes la hacen asentar en sí mismos; pero la operación de la voluntad, que es amar a Dios, sólo en él pone el alma su aficción, gozo, gusto, y contento y amor, dejadas atrás todas las cosas y amándole sobre todas ellas. 

De donde, si alguno se mueve a amar a Dios no por la suavidad que siente, ya deja atrás esta suavidad, y pone el amor en Dios, a quien no siente; porque, si le pusiese en la suavidad y gusto que siente, reparando y deteniéndose en él, eso ya sería ponerle en criatura o cosa de ella, y hacer del motivo fin y término, y, por consiguiente, la obra de la voluntad sería viciosa; que, pues Dios es incomprehensible e inaccesible, la voluntad no ha de poner su operación de amor, para ponerla en Dios, en lo que ella puede tocar y aprehender en el apetito, sino en lo que no puede comprehender ni llegar con él. Y de esta manera queda la voluntad amando a lo cierto y de veras al gusto de la fe, también en vacío y a oscuras de sus sentimientos sobre todos los que ella puede sentir con el entendimiento de su inteligencia, creyendo y amando sobre todo lo que puede entender. 

Y así muy insipiente sería el que, faltándole la suavidad y deleite espiritual, pensase que por eso le falta Dios, y, cuando le tuviese, se gozase y deleitase, pensando que por eso tenía a Dios. Y más insipiente sería si anduviese a buscar esta suavidad en Dios y se gozase y detuviese en ella; porque de esa manera ya no andaría a buscar a Dios con la voluntad fundada en vacío de fe y caridad, sino el gusto y suavidad espiritual, que es criatura, siguiendo su gusto y apetito; y así, ya no amaría a Dios puramente sobre todas las cosas, lo cual es poner toda la fuerza de la voluntad en él, porque, asiéndose y arrimándose en aquella criatura con el apetito, no sube la voluntad sobre ella a Dios, que es inaccesible; porque es cosa imposible que la voluntad pueda llegar a la suavidad y deleite de la divina unión, ni abrazar ni sentir los dulces y amorosos abrazos de Dios, si no es que sea en desnudez y vacío de apetito en todo gusto particular, así de arriba como de abajo; porque esto quiso decir David cuando dijo: Dilata os tuum, et implebo illud (Sal. 80, 11). 

Conviene, pues, saber, que el apetito es la boca de la voluntad, la cual se dilata cuando con algún bocado de algún gusto no se embaraza ni se ocupa; porque cuando el apetito se pone en alguna cosa, en eso mismo se estrecha, pues fuera de Dios todo es estrecho. Y así, para acertar el alma a ir a Dios y juntarse con él, ha de tener la boca de la voluntad abierta solamente al mismo Dios, vacía y desapropiada de todo bocado de apetito para que Dios la hincha y llene de su amor y dulzura, y estarse con esa hambre y sed de solo Dios, sin quererse satisfacer de otra cosa, pues a Dios aquí no le puede gustar como es; y lo que se puede gustar (si hay apetito, digo), también lo impide. Esto enseñó Isaías (55,1) cuando dijo: Todos los que tenéis sed, venid a las aguas, etc.; donde convida a los que de solo Dios tienen sed a la hartura de las aguas divinas de la unión de Dios, y no tienen plata de apetito. 

Mucho, pues, le conviene e importa a Vuestra Reverencia, si quiere gozar de grande paz en su alma y llegar a la perfección, entregar toda su voluntad a Dios, para que así se una con él, y no ocupársela con las cosas viles y bajas de la tierra. 

Su Majestad le haga tan espiritual y santo como yo deseo. 

De Segovia y 14 de abril. 

Fray Juan de la Cruz.»

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