
Aquellos niños pequeñitos de Belén, sin saberlo ellos, y sin ninguna culpa, son mártires porque dan testimonio no de palabra sino con su muerte. Sin saberlo, se unen al destino trágico de Jesús que también será mártir por amor a todos los hombres. Ellos son inocentes y son santos. La escena que nos narra el Evangelio de hoy (Mt 2,13-18) muestra la oposición de las tinieblas contra la luz, de la maldad contra el bien. Se cumple lo que Juan dirá en su prólogo: «vino a los suyos y los suyos no le recibieron». No hay explicación fácil para el sufrimiento, y mucho menos para el de los inocentes. El sufrimiento escandaliza con frecuencia y se levanta ante muchos como un inmenso muro que les impide ver a Dios y su amor infinito por los hombres. ¿Porqué no evita Dios todopoderoso tanto dolor aparentemente inútil? El dolor es un misterio y, sin embargo, el cristiano con fe sabe descubrir en la oscuridad del sufrimiento, propio o ajeno, la mano amorosa y providente de su Padre Dios que sabe más y ve más lejos, y entiende de alguna manera las palabras de San Pablo: «Todo contribuye para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28), también aquellas cosas que hoy, como ayer, nos resultan dolorosamente inexplicables o incomprensibles.
Jesús, desde pequeño, corre la misma suerte del Pueblo que viene a salvar. Pueblo perseguido; pero protegido por Dios. Pueblo expulsado de Egipto; pero conducido por Dios hacia la tierra que Él había prometido a sus antiguos padres. Jesús, incomprendido, perseguido, crucificado fuera de la ciudad, se levantará victorioso sobre sus enemigos y entrará en la Gloria de su Padre Dios. Pero no va sólo. Lo acompañamos los que creemos en Él y formamos su Iglesia. Entramos en comunión de vida con el Señor, unidos a Él nos convertimos en testigos del amor que el Padre continúa manifestando, por medio nuestro, al mundo entero, llamando a todos a la conversión y a la plena unión con Él. Unidos a Cristo estamos dispuestos a correr su misma suerte de aquellos pequeños, no sólo siendo perseguidos, sino, incluso, llegando hasta derramar nuestra sangre para que, unida a la de Cristo en la Cruz, sirva para el perdón de los pecados. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber vivir fieles en el seguimiento de Cristo, aún a costa de tener que dar el testimonio supremo de nuestra fe no sólo para alcanzar nuestra salvación, sino para colaborar con el Espíritu de Dios en la salvación de los demás. ¡Bendecido sábado y cuidado con quienes nos quieran hacer inocentes con las bromas del día de hoy!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario