domingo, 1 de diciembre de 2019

«Hacer las cosas ordinarias de la vida diaria con un amor extraordinario»... Un pequeño pensamiento para hoy

La santidad está en el corazón de la Iglesia desde sus inicios porque la Iglesia, sostenida en la Palabra de Dios y por supuesto en Cristo como su fundador, tiene un encargo que ha heredado desde tiempos inmemoriales: «Sean santos, porque yo su Dios soy santo» (Lev 19,2;20,26) dice el Padre Celestial y Jesucristo afirma: «Sean santos como su Padre celestial es santo» (Mt 5,48). Así que tú y yo, y todos «los santificados en Cristo Jesús, estamos llamados a ser santos» (l Co 1,2). Dios, nuestro Padre, que nos ha creado, quiere lo mejor para cada uno de nosotros y, por eso, quiere que seamos santos como santo es su Hijo Jesús. La voluntad de Dios es nuestra santificación (1 Tes 4,3). Dios nos eligió desde antes de la formación del mundo para que seamos santos e irreprochables ante Él por el amor (Ef 1,4). La expresión «Sean santos, porque yo soy santo» (1 Pe 1,16) que coloca el apóstol san Pedro en boca de Cristo, se hace para nosotros invitación, tarea y conquista para alcanzar la santidad. Tanto el Catecismo de la Iglesia Cató1ica como el Concilio Vaticano II, nos hablan de esta realidad: «Todos los fieles son llamados a la plenitud de la vida cristiana» (Cat 2028). «Todos los cristianos, de cualquier estado o condición están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad» (Cat 825). Y, en el concilio Vaticano II, la Constitución «Lumen Gentium», dedica todo el capítulo V a la vocación universal a la santidad diciendo en concreto: «Quedan invitados, y aun obligados, todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado» (Lumen gentium n° 42). 

En los últimos tiempos, el Papa Francisco nos ha regalado un documento que, todo él, trata este tema de la Santidad, se trata de «Gaudete et Exultate», un documento en donde el Papa nos invita a vivir no «una santidad “de tintorería”, o sea, toda bella, bien hecha» (Homilía en Santa Marta, 14 de octubre de 2013) o al «“fingimiento” de la santidad» (3 de marzo de 2015). No a buscar en los santos ejemplos de vidas perfectas sin errores (cf. GE 22), sino personas que, «aun en medio de imperfecciones y caídas, siguieron adelante y agradaron al Señor» (GE 3) hasta llegar a vivir las virtudes cristianas en grado heroico. Así, meditando y rogándole al Señor el tema para mi meditación diaria cada mañana de este año litúrgico que hoy iniciamos (Ciclo «A» Dominical y ciclo «Par» diario), he pensado en recurrir cada día a este tema de la santidad y por supuesto a la vida de los santos, para adentrarme junto con cada uno de ustedes en la oración. Esto me lo confirmó Fabiola, que, desde Guadalajara me preguntó hace unos días: «¿padre Alfredo, por qué no nos hablas este año que viene de los santos? Y así que dije como la gente joven: «¡Ya está la calabaza!», ya me confirmó el Señor que sí quiere este tema. Hoy comenzamos un nuevo Año Litúrgico con el tiempo de Adviento. Hay dos mensajes fundamentales en el Evangelio de este domingo: vivir la esperanza y estar preparados (Mt 24,37-44). Eso es lo que hicieron los santos, vivieron cada día llenos de esperanza y preparados para el encuentro sorpresivo y definitivo con el Señor. 

Esto es lo que hizo san Eloy (588 - ca. 660) —llamado también san Eligio— el santo que hoy celebramos, un obispo orfebre y acuñador, fundador de dos monasterios en su Francia natal. A san Eloy se le recuerda también por su defensa de la fe cristiana en medio de un mundo de creencias paganas que en aquel tiempo llegaban de Grecia y de Roma. Este santo es famoso por ser el patrono de plateros, orfebres, joyeros, herreros, metalúrgicos y numismáticos. Podemos decir entonces que, san Eloy, fue uno de esos santos de los que el papa Francisco dice que pertenecen a la clase media de la santidad, pues se hizo santo haciendo su trabajo de orfebre lo mejor que pudo, antes de ser obispo era ya el más famoso orfebre de Francia en el siglo VII por su trabajo bien desempeñado. ¡Así queda claro que el Señor podía llegar a la hora que quisiera por él y lo encontraría santo! Así, de entrada, en este nuevo Año Litúrgico, san Eloy nos enseña que la santidad no depende simplemente de la grandeza de nuestras acciones, sino de la intensidad del amor que acompaña a la acción. En otras palabras, el secreto para la santidad es hacer las cosas ordinarias de la vida diaria con un amor extraordinario todos los días. ¡Ésa es la clave! Y es lo que cada día, con ayuda de los santos, de los beatos, de los Venerables y de los Siervos de Dios descubriremos cada día. La que va a la delantera en esto sabemos que es María Santísima, la Reina de los Santos, a Ella encomendamos esta tarea de ir cada día recorriendo el santoral para a través de él encontrarnos con el Jesús del Evangelio. ¡Bendecido día, primero domingo de Adviento! 

Padre Alfredo.

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