Aunque los beatos se celebran únicamente en los lugares en donde vivieron o en donde sus obras se desarrollaron, es bueno conocer sus vidas y celebrar con el Señor el triunfo de su santidad, pues esta de la manera de celebrarlos es lo único que los distingue de los santos, a quienes se rinde un culto universal. La más importante veneración que la Iglesia rinde a la persona beatificada es la de un día festivo, con su Misa y oficio —Liturgia de la Horas—. Algunas veces, cuando en el calendario me encuentro que se celebra algún beato que no es tan conocido, procuro leer su vida y compartirlo en mi reflexión como lo hago el día de hoy al hablar del beato Tomás Holland, presbítero y mártir, pues la vida de todos los santos y beatos, se enlaza perfectamente con la Palabra de Dios, pues todos ellos, en su estilo personal y forma de ser, se esmeraron por hacer vida el Evangelio.
Nacido en 1600 en Gran Bretaña, en agosto de 1621, fue a Valladolid, donde prestó juramento misionero el 29 de diciembre de 1633 cuando comenzaron las negociaciones con el Partido español. En 1624 ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús en Warren, en el sur de los Países Bajos, y poco después fue ordenado sacerdote en Lieja. Hizo su profesión religiosa el 28 de mayo de 1634 y, por su debilísima salud, sus superiores lo enviaron a Inglaterra el año siguiente. Era hábil disfrazándose realizando su ministerio clandestinamente, en tiempo del rey Carlos I, cuando los católicos eran perseguidos. Sabía hablar perfectamente francés, español y flamenco, además del inglés, su idioma materno. Su salud no mejoró y los síntomas empeoraron, sin embargo, logró resistir aun por siete años, ejerciendo un apostolado continuo en medio de vicisitudes de todo tipo. Dedicaba todo su tiempo libre a la oración y esto explica por qué los que se le acercaban experimentaban inmediatamente como una atmósfera sobrenatural. Finalmente, fue arrestado bajo sospecha en una calle de Londres el 4 de octubre de 1642 y encarcelado. Como se negó a jurar que no era sacerdote, el jurado lo declaró culpable. Pudo decir misa en prisión donde se congregaron visitantes, a los que hablaba palabras llenas de fe y de elevación espiritual. En la mañana del 22 de diciembre pudo celebrar la misa en la cárcel y luego fue llevado a la horca de Tyburn. Allí se le permitió pronunciar un discurso donde manifestó públicamente su condición de sacerdote y de jesuita, hizo actos de fe y de contrición, ofreció a Dios su vida, perdonó a todos, dio al verdugo el poco dinero que tenía, recibió la absolución de un hermano sacerdote oculto en la multitud. Fue ahorcado mientras juntaba las manos y lo dejaron colgar hasta que muriera. Tenía cuarenta y dos años, diecinueve de los cuales los vivió como jesuita.
Cuánto valor tiene el seguir la voluntad de Dios. Muchas veces lo que pide son cosas agradables, otras muy difíciles, como en el caso del beato Tomás Holland o de san José el esposo de María, de quien el Evangelio de este domingo nos habla y nos dice cómo su condición humana quiere reclamar derechos que sabe muy bien encausar sin dejarse llevar por la ira o la venganza: «no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto». El ángel del Señor le aclara las cosas y le dice que el hijo que María espera por obra y gracia del Espíritu Santo se llamará «Jesús», que significa «Dios salva», «Emmanuel, Dios-con-nosotros», anunciando así que la profecía de Isaías se cumple en Jesús de Nazaret. José está desposado con María y por eso va a hacer que el Mesías venga según la dinastía de David. José acepta los planes de Dios. Como tantos otros en la Historia, que se encuentran desconcertados, pero se fían de Dios. José acepta lo que se le encomienda y vive la Navidad desde una ejemplar actitud de creyente. Junto con María, también José es un modelo para todos nosotros, abierto a la Palabra de Dios, obediente desde su vida de cada día a la misión que Dios le ha confiado. También de él podemos decir como de su esposa: «dichoso tú porque has creído». ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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