Hace muchos años, siendo yo estudiante en Roma, tuve el regalo de conocer un castillo de verdad, uno de esos que aparecen en los cuentos de príncipes, con sus almenas, su puente levadizo y su torre. Es el castillo de Javier, que está situado en la localidad de Javier, a 52 km de Pamplona en España. Una construcción que data del siglo X y que es la cuna de un gran santo. Allí nació y vivió San Francisco Javier, que de allí tomó su apellido. Francisco años más tarde será conocido como el «gigante de la historia de las misiones», debido a las muchas conversiones que logró en el lejano oriente. Nació en 1506 y a los 18 años —como todo miembro de las buenas familias españolas— fue a estudiar a la Universidad de París, en Francia alcanzando el grado de licenciado, cosa que en aquellos tiempos solo unos cuantos podían alcanzar. Allí tuvo como compañeros a dos jesuitas que también, como él, son santos, San Pedro Favre —canonizado en 2013 y San Ignacio de Loyola —canonizado en 1622—. Ignacio le solía repetir la frase de nuestro Señor Jesucristo que dice: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?» (Lc 9,25) invitándolo a ser jesuita, hasta que estas palabras calaron hondamente en el corazón de Francisco Javier y decidió dejarlo todo para seguir al Señor en la incipiente congregación religiosa que el santo de Loyola estaba fundando. En 1540, San Ignacio lo envió junto con el padre Simón Rodríguez a la India en la primera expedición misional de la Compañía de Jesús. Para embarcarse, llegaron a Lisboa en donde catequizaban y pasaban los domingos oyendo confesiones en la corte, pues el rey Juan III los tenía en gran estima. Esa fue la razón por la que el padre Rodríguez tuvo que quedarse allí.
Francisco Javier partió a las misiones el 7 de abril de 1541, cuando tenía 35 años, el rey le entregó el nombramiento por el que el Papa le designaba nuncio apostólico en el oriente. En una afectuosa carta de despedida que el santo escribió a San Ignacio, le agradecía que había mandado con él al padre Pablo de Camerino, que era italiano, y a Francisco Mansilhas, un seminarista portugués del que decía que «poseía un bagaje de celo, virtud y sencillez, más que de ciencia extraordinaria». Como fiel misionero que no pierde el tiempo, San Francisco Javier se encargó de catequizar a todos los que iban en el navío en donde le tocó viajar, pues la flota estaba compuesta por 9 navíos. Los domingos predicaba al pie del palo mayor de la nave. La expedición navegó meses para alcanzar el Cabo de Buena Esperanza en el extremo sur del continente africano y llegar a la isla de Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después siguió por la costa este del África oriental y por fin, la expedición llegó a Goa, en la India, el 6 de mayo de 1542.
San Francisco Javier se estableció en el hospital hasta que llegaron sus compañeros, cuyo navío se había retrasado. Evangelizó incansablemente la India y Japón durante diez años, y convirtió muchos a la fe. Su salud, sus conocimientos, sus dones de trato personal, su valor a toda prueba, y sobre todo su santidad, superaron todos los obstáculos. Consiguió dejar cristiandades en todos los puntos estratégicos del Extremo Oriente que visitó forjando un parecido oriental suyo con el San Pablo mediterráneo que admira la historia. Fue canonizado el 12 de marzo de 1622, juntamente con San Ignacio, Santa Teresa de Jesús, San Felipe Neri y San Isidro Labrador. Pronto se le declaró Patrón de las misiones del Oriente. San Pío X lo constituyó protector de la Obra de la Propagación de la Fe, y Pío XI le declaró en 1927 junto con Santa Teresa de Lisieux, Patrono universal de las misiones católicas. Murió el año 1552 en la isla de Sanchón Sancián, a las puertas de China. El Evangelio de hoy habla de las cosas que están escondidas a los sabios y entendidos y son reveladas a la gente sencilla (Lc 10,21-24). Hoy admiramos la sencillez de este santo que hizo a un lado lo que la realeza le ofrecía y viviendo el Evangelio lo dio todo por el Señor. Que María Santísima nos ayude también a nosotros a ser misioneros como él. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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