La Iglesia nos insiste en que no nos quedemos en el «Jesusito», en el «Niñito Jesús» del 24 en la noche. La fiesta de la Navidad no es un infantilismo: sólo la Fe nos permitirá interpretar y superar los «signos» materiales para acceder al «misterio» que se esconde detrás de este niño recostado en un pesebre. En este clima navideño ayer evocamos la Redención y la cruz, a través del martirio de San Esteban y hoy se nos invita a reflexionar en la Resurrección, a través del testimonio de San Juan, Apóstol y Evangelista. Juan fue el «discípulo amado» del Señor, que junto con su hermano Santiago el Mayor y Pedro, fue testigo de la gloria de la transfiguración de Jesús y de su agonía en el Huerto. En la última cena reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y éste le comunicó la traición de Judas. Estuvo presente en el Calvario, al pie de la cruz en la que moría Jesús, y de sus labios recibió a María como su segunda madre. Con ella vivió después en Efeso, según la tradición. Fue también el primero en llegar a la tumba vacía del Resucitado y el primero en creer, como nos dice el Evangelio de hoy (Jn 20,2-8). Juan es también el escritor. De él tenemos un evangelio, tres cartas y el Apocalipsis.
Juan es también el teólogo de la Navidad. Nadie como él ha sabido condensar la teología del Nacimiento de Cristo: la Palabra, que era Dios, se ha hecho hombre para habitar entre nosotros y traernos la salvación. Gracias a su testimonio, miles y millones de personas a lo largo de dos mil años han entendido mejor el misterio del Dios hecho hombre, que luego se entregó en la Cruz para la salvación de la humanidad y, resucitado de entre los muertos, está vivo y presente en la Eucaristía para seguir dando vida a su Iglesia a lo largo de la historia. Celebrar a Juan es por tanto celebrar a la fe que se apoya en un creer por amor, que aporta los contenidos de la misma fe que luego ha de creer toda la iglesia. Nuestro creer, por lo tanto, es una responsabilidad para toda la iglesia y para todos los demás creyentes.
Esta fiesta del apóstol y evangelista san Juan, celebrada en este tiempo de Navidad, nos hace percatarnos de que no se trata sólo de los villancicos, las luces y los regalos, las tradicionales comidas de estos días, la música y los bailes. Que todo eso estará bien para quienes se toman en serio su fe de cristianos, si corre parejo con una actitud de maduro compromiso con el Señor como discípulos–misioneros, para llevar su Palabra a quienes no la han escuchado o recibido, para testimoniar su amor entre los humildes, los pobres y los sencillos. Todo como lo hizo San Juan y el resto de los apóstoles. En la lectura del evangelio se nos presenta la figura de un discípulo anónimo, solamente identificado como «el discípulo amado de Jesús». Él corre junto con Pedro hasta el sepulcro del Señor cuando María Magdalena les lleva la noticia de que la tumba está vacía. De los dos, él es el que cree después de observar las vendas con que había sido envuelto Jesús, tiradas por el suelo, y el sudario que había cubierto su rostro muerto, doblado y colocado aparte. Este misterioso discípulo ha sido tradicionalmente identificado con Juan y su figura ejemplar es un llamado a nuestra responsabilidad de cristianos: no basta cantar y gozarse ante el pesebre; no basta únicamente contemplar la belleza y la ternura de la Navidad, cuando el Hijo de Dios reposa dormido y confiado en el regazo de su joven madre, la virgen María. Hemos de convertirnos en heraldos, por la vida y por la palabra, del Verbo de Dios hecho ser humano, cuyo nacimiento celebramos. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario