Preparando la visita de la santísima Virgen María a su parienta Isabel, la primera lectura de la liturgia de este sábado nos ofrece un hermosísimo cántico de amor tomado del Cantar de los cantares (Cant 2,8-14). La novia mira con gozo cómo su amado viene saltando por los montes a visitarla. El novio le canta un poema pidiendo a la joven que se haga ver: «Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven... déjame ver tu rostro y hazme oír tu voz». Todo alrededor de este encuentro es poesía y primavera en la naturaleza. Pero sobre todo el amor de los dos jóvenes es lo que llena la escena que encanta a quien la lea: el amor humano, elevado en la Biblia a símbolo y encarnación del amor de Dios a su pueblo. Es sublime que la lectura bíblica nos hable de amor, de enamoramiento, de primavera, de poesía y gratuidad en medio de un mundo que en estos días más que el resto del año, está lleno de interés comercial y de cálculos medidos. Y que este amor juvenil sea precisamente el lenguaje con el que, en vísperas de la Navidad, se nos anuncie la buena noticia: Dios, el novio, se dispone a celebrar la fiesta una vez más, si la humanidad y la Iglesia, la novia, le acepta su amor.
Hoy la Iglesia celebra a un santo enamorado de Dios de una manera muy profunda, se trata de san Pedro Canisio, llamado «el segundo evangelizador de Alemania», un hombre venerado como uno de los creadores de la prensa católica y el primero del numeroso ejército de escritores jesuitas de la historia. Pedro nació en Nimega, Holanda en 1521. A los 19 años, obtuvo su licenciatura en teología, y para complacer a su padre se dedicó a especializarse en abogacía. Sin embargo, tras realizar algunos Ejercicios Espirituales con san Pedro Favro, que era compañero de san Ignacio, se entusiasmó por la vida religiosa, hizo votos o juramento de permanecer siempre casto, y prometió a Dios hacerse jesuita. Fue luego admitido en la comunidad y los primeros años de religioso los pasó en Colonia, Alemania, dedicado a la oración, el estudio, la meditación y la ayuda a los pobres. Distinguiéndose por su amor a Cristo, ese amor que le había hecho dejarlo todo para seguirle, fue siempre muy caritativo y amable con las personas que le discutían, pero tremendo e incisivo contra los errores de los protestantes. Por la calidad de sus estudios, alcanzó una especial cualidad para resumir las enseñanzas de los grandes teólogos y presentarlas de manera sencilla para que el pueblo se enamorara del Cristo total. Logró redactar dos catecismos, uno resumido y otro explicado. Estos dos libros fueron traducidos a 24 idiomas y en Alemania se propagaron por centenares y millares.
Y es que, además de su gran amor a Cristo tenía otro amor, el amor a María Santísima, a quien seguramente la pensaba como dice el Evangelio de hoy: «encaminándose presurosa» (Lc 1,39-45), por eso era incansable y a quien le recomendaba descansar un poco entre su arduo trabajo pastoral, le respondía: «Ya descansaremos en el cielo». En los treinta años de su incansable labor de misionero recorrió treinta mil kilómetros por Alemania, Austria, Holanda e Italia. Entre sus correrías y su afán de que muchos se enamoraran de Cristo nuestro Salvador, san Pedro Canisio se dio cuenta del inmenso bien que hacen las buenas lecturas y se propuso formar una asociación de escritores católicos. Estando en Friburgo el 21 de diciembre de 1597, después de haber rezado el santo Rosario, exclamó lleno de alegría y emoción: «Mírenla, ahí esta. Ahí está». Y murió. La Virgen Santísima había venido para llevárselo al cielo. El Sumo Pontífice Pío XI, después de canonizarlo, lo declaró Doctor de la Iglesia, en 1925. ¿Cómo andamos nosotros en el amor a Cristo y a la Iglesia? ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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