¡Ya estamos en octubre! Y esta semana seguramente, si Dios nos presta vida, se irá igual de rápido que las anteriores... ¡como agua! Hemos dicho ayer adiós al mes de la Biblia, al mes de la patria y nos adentramos, con la fiesta del día de hoy, recordando a la doctora de la Iglesia, la santita predilecta de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento y de muchas almas más, la extraordinaria santa Teresita del Niño Jesús, en el mes de las misiones, de las que ella es patrona, en el mes del Santo Rosario y en el mes de la fiesta patronal, que, en esta comunidad parroquial que peregrina bajo el cuidado de Nuestra Señora de Fátima, la celebra el día 13, rememorando el día de su última aparición a los santos pastorcitos Jacinta y Francisco y a su prima Lucía, la sierva de Dios que va camino a los altares, que fue la única de ellos tres que llegó a vivir muchos años y cuyo proceso de canonización va muy avanzado. Octubre es también el mes en que se celebra el día de la Raza, en el que nosotros, como creyentes, hemos de dar gracias por la llegada de la fe a nuestro continente, con aquel pequeño grupo de misioneros de diversas órdenes religiosas que, desde el segundo viaje de Cristóbal Colón (1494-1496) a nuestro continente, participaron con tareas que abarcaban dos campos: la evangelización de los nativos y la prestación de servicios religiosos a la población europea que llegaba. Pero hoy es día de Santa Teresita, que, además, es patrona secundaria de la Familia Inesiana junto con San Francisco —que celebraremos el próximo jueves— y Santa Clara, porque así lo dispuso la beata María Inés quien le suplicaba a Dios: «Quiero hacer mías las palabras de tu virgen santa Teresita; “¡En el corazón de mi Madre la Iglesia, yo seré el amor!”» (Ejercicios Espirituales de 1950, f. 886.)
Algo de lo que más admiro en la santita de Lisieux, a la que le agradezco su asistencia diaria —en especial desde el día en que me ordené— y de quien el doctor al nacer dijo: «¡será misionera!», es que, en medio de los infortunios que se abatían sobre ella por la dura enfermedad de la tuberculosis que la hizo volar al cielo a los escasos 24 años de edad desde su húmeda celda en el monasterio del que nunca salió, mantuvo una entereza y serenidad impresionantes. A pensar en eso me lleva hoy la primera lectura de la Misa, tomada del libro de Job (Job 1,6-22): «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; ésa fue su voluntad: ¡Bendito sea el nombre del Señor!» Job es el prototipo no solo de santa Teresita, sino de todo aquel que abrace, en la condición que sea, la voluntad de Dios. Amante de leer la Escritura, este libro inspirado del Antiguo Testamento que hoy empezamos a leer en la Misa diaria, le inspiraba sobre todo en los últimos momentos de su vida, cuando se entregó con más fuerza al amor divino del que la había llamado a consagrarse por entero a él y decía como Job: «Aunque Dios me matara confiaría siempre en él» (Job 13,15). El libro de Job, la vida de Santa Teresita y la de la beata María Inés, nos dejarán ver en la vida sencilla y ordinaria de cada día el debate de todos los tiempos, un proceso que se da entre Dios; el hostigador Satanás, que busca siempre sembrar la división entre Dios y el hombre diciéndole al Creador: «¡Los hombres te olvidarán!», y al hombre: «¡Dios te ha olvidado!», y Job, Teresita o cualquiera de nosotros que, sin sospecharlo, nos convertimos a la vez en árbitros de este debate y después en vencedores con Dios de la batalla.
En el Evangelio de hoy (Lc 9,46-50), Jesús, que manifiesta una vez más el conocimiento profundo del corazón del hombre y la mujer de fe, nos lleva a darnos cuenta de lo importante que es «hacerse pequeño» para actuar y decidir, para ofrecer y buscar los bienes del Reino y para servir a los demás llevándolos a Dios. A la «santita» que celebramos hoy, no le llamaban la atención las acciones deslumbrantes, sino el encontrar la verdadera alegría en lo «cotidiano y lo sencillo» de las pequeñas cosas ordinarias y por eso nos deja un «caminito», ese, que los grandes teólogos llaman «el caminito de la infancia espiritual». Nueve años en el Carmelo de Lisieux le bastaron a esta joven santita —Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz— hija de los también santos Luis Martin y Celia Guérin —el primer matrimonio en ser canonizado en una misma ceremonia en la historia de la Iglesia— para observar perfecta y amorosamente las reglas y constituciones de la Orden viviendo con generosidad y entrega heroicas hasta en los más mínimos detalles en la caridad con sus hermanas religiosas. Pobreza delicada y minuciosa. Sonrisa en los labios siempre. Alegría en la recreación. Igualdad de trato con todas y un corazón misionero sin fronteras que la hizo volar espiritualmente hasta los últimos rincones de la tierra para acompañar, hasta el día de hoy, a los misioneros más solos y alejados de la faz de la tierra. El 29 de septiembre, antes de morir, teresita pudo exclamar: «Lo he dicho todo... Todo está cumplido. ¡Sólo cuenta el amor!». El 30 fue para ella una larga agonía. «No me explico cómo puedo sufrir tanto si no fuese por mi ardiente deseo de salvar almas...» «No, yo no me arrepiento de haberme entregado al Amor...». La Virgen de la sonrisa —Nuestra Señora de las Victorias— velaba junto a su hijita. ¡Cuánto y qué delicadamente había ella amado a María! Ahora la miraba con un ansia especial... A las siete y minutos de la tarde vino el postrer grito: «¡Oh..., le amo! ¡Dios mío..., te amo!» Luego un éxtasis maravilloso, celestial que duró poco más de un credo. El último golpe ¡lo daba el Amor! Bendecido lunes y bendecido mes de octubre, rezando, como el Santo Padre lo ha pedido, el Santo Rosario cada día con la oración de «Bajo tu amparo» y la oración a «San Miguel Arcángel».
Padre Alfredo.
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