El ser discípulo–misionero de Cristo es un compromiso de vida, una manera de ser y de vivir en, con y como Iglesia. Vivimos en una constante y auténtica comunión con la Iglesia, a la que Cristo confió el depósito de la fe. Aquí encontramos el Evangelio y desde aquí lo llevamos al mundo entero. Hoy San Pablo nos recuerda que la fe recibida, no puede ser anunciada solamente con los labios, sino con la vida misma para evitar una hipocresía digna de reprensión (Ga 2, 1-2. 7-14). Dios nos llama para que seamos proclamadores de su Evangelio como testigos que han experimentado en su vida el amor, el perdón, la misericordia, la vida y el amor de Dios. Y nuestro testimonio, que nos convierte en luz de las naciones por nuestra unión a Cristo Jesús, no puede llevarnos a aceptar a algunos cuantos y a rechazar a otros o a acomodarnos e instalarnos donde nos sintamos a gusto. La Iglesia de Cristo se debe a la humanidad entera, sin importarle razas, condiciones sociales, religiosas o culturales, pues Cristo ha venido como Salvador del mundo entero y por eso se llama «Católica», es decir, universal. La misión de la Iglesia es la misma misión de Cristo, que es su fundador. En y con la Iglesia, entendemos que el Evangelio de Cristo es luz para todas las naciones. San Pablo, en un pasaje ciertamente denso y difícil de desmenuzar, nos recuerda hoy que si nos quedamos en el puro cumplimiento de la ley, para vivir como católicos, tendremos solo una letra muerta, cuando sabemos que en Cristo hay vida. Por eso hay que pedir al Señor que nos dé un corazón grande para ir más allá de las leyes.
En la iglesia de Galacia, había surgido un legalismo extremo que quería judaizar a todo creyente nuevo, llevándolo a poner en practica la ley mosaica (Gal 2,3), pero San Pablo les instruye sobre la libertad que debe vivirse en Cristo, revelando la intención de algunos que, infiltrados en la Iglesia, perseguían aun el beneficio y posición judías, tratando de infundir enseñanzas erróneas para que los nuevos creyentes continuaran poniendo en práctica las tradiciones judías, para con ello agradar a los judíos que no creían. San Pablo relata que reprendió a San Pedro por caer en aquella situación y escandalizar a los conversos gentiles, dándoles la impresión, a través de su conducta, de que era necesario que observaran la Ley de Moisés. El incidente no pasó a más, fue simplemente una cuestión de conducta personal inapropiada por parte del primer Papa, y esta conducta fue corregida fraternalmente por otro apóstol. El jefe visible de la Iglesia se equivocó, y otro católico ferviente como él, lo reprendió públicamente por ello, reparando así el escándalo causado. Este episodio no tenía nada que ver con que San Pedro enseñara errores en su Magisterio, ni con que San Pablo rechazara la sumisión al Papa —como algunos quieren suponer—, sino que se trata solamente de una —cierta imprudencia» en la que todos, como humanos, podemos caer. El padre Bernard Orchard, OSB, especialista en la materia, escribe: «Pablo le reprochó a Pedro no un error doctrinal, sino que no se mantuviese firme en sus principios» (Comentario católico sobre las Sagradas Escrituras, Londres, 1953).
Qué edificante es ver que San Pedro mismo recibió con la santa y benigna dulzura de la humildad, lo que fue dicho con la libertad con la que San Pablo acostumbraba hablar —¡como si fuera regio!—. Qué admirable y laudable es saber recibir de buena gana al que corrige. San Pablo será recordado en este pasaje por su justa libertad, y San Pedro por su santa humildad. Pero, para poder comportarse así, a la altura de estos dos grandes santos, hay que estar en sintonía con la voluntad del Padre, Por eso la oración de Jesús es una acogida incondicional de la voluntad del Padre. De ahí la importancia de la oración del Padrenuestro en nuestras vidas, como nos lo recuerda San Lucas hoy en el Evangelio (Lc 11, 1-4). Todos los días rezamos la oración que Cristo nos enseñó. Lo hacemos con mucha devoción y entrega, pero a veces, caemos en una repetición mecánica e inconsciente. La oración dirigida al Padre está llamada a ser el modo más perfecto de entrar en comunión con Dios para hablarle de nuestras preocupaciones diarias, de los proyectos personales y de la comunidad, de los problemas que se suscitan y de la esperanza der mejores cada día llevando la Buena Nueva a todos los rincones de la tierra. La comunidad no ha de ceder a las pretensiones nacionalistas y religiosas del Tentador, sino situarse en el horizonte de Dios. Rezando el Padrenuestro adquirimos como don y como lucha lo que necesitamos para vivir con dignidad cada día (pan), crecemos en la vida comunitaria y solidaria (perdón), superamos egoísmos e individualismos (tentaciones) y nos liberamos de aquello que nos oprime (mal). Que este Padre «bueno y cariñoso» aumente en nosotros, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, el amor a la Iglesia como San Pedro y San Pablo, y nos de la gracia de vivir nuestra fe con un amor sincero hacia nuestro Dios y hacia nuestros hermanos, para que llegue a nosotros su Reino. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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