Todos estos días, desde el domingo que celebramos el DOMUND, me ha quedado un riquísimo sabor a misión, pues sabemos que Dios quiere que participen en su proyecto de salvación todos cuantos son los habitantes del mundo que Él ha creado (1 Tim 2,4) y recordarlo de una manera muy especial una vez al año, enfervoriza el alma y la mantiene «vigilante» en esta tarea de misioneros que todos hemos recibido desde nuestro bautismo. Leyendo a San Pablo escribiendo a los Efesios, que estamos leyendo casi todos los días de estas semanas, aunque hoy la liturgia en México toma como primera lectura la de la fiesta de San Rafael Guizar y Valencia, me llega la invitación del Apóstol a contemplar el mundo desde esa mirada de amor de Dios, que ciertamente es la mirada que tuvo San Rafael : discerniendo los deseos de unidad y de solidaridad, los sueños de comunión y de armonía, las aspiraciones a la paz y al amor... y discernir también los graves riesgos de roturas, que hay en el aumento de la discriminación y del desprecio, las soledades y los «egoísmos», los exclusivismos violentos y los sectarismos (Ef 3,2-12) y anhelar con él la conquista de este mundo para Cristo. «A mí, el último de todos los fieles—dice San Pablo— me fue concedida la gracia de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas.
Desde siempre, Dios tenía en su mente el proyecto de una humanidad reunida en el amor. Y, hasta el último de los fieles, ha de representar su papel en ese vasto proyecto que abarca todo. Cada uno de nosotros, gracias a nuestra condición misionera, desde donde la Divina Providencia nos ha colocado, podemos hacer avanzar algo este plan poniendo nuestro granito de arena. El tiempo de la espera, de que sea completado este proyecto universal de salvación, es presentado por el Evangelio como tiempo de servicio (Lc 12,39-48), porque el reino se refleja ya de forma decisiva en nuestra vida y en esas pequeñas acciones de cada día. Es muy posible que el mayordomo a quien se ha puesto al frente de la casa, en el pasaje de San Lucas al que me refiero, sea un símbolo de los dirigentes de la Iglesia, porque a todos —sin exclusión alguna— se nos confía un tipo de servicio en el tiempo de la espera. La riqueza del reino se traduce para todos a manera de amor que se dirige hacia los otros. Aquél que ha recibido el gran tesoro que le hace rico para Dios empieza a ser inmediatamente —tiene que ser inmediatamente— fuente de amor para los hombres y mujeres de todo el mundo. Así, lo que rige la vida del Cristiano, es el dinamismo del amor misionero que produce la fe en el Señor: «Qué todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero» (Beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento).
Para el discípulo–misionero, la historia no es un perpetuo devenir sin sentido esperando que el mundo se acabe de repente, sino que es una cuestión que sigue una progresión que alinean unas «visitas» constantes de Dios —incluso a veces inesperadas—, unas «intervenciones» de Dios, en días, horas y momentos privilegiados que no pueden pasar desapercibidas. El Señor ha venido, continúa viniendo y vendrá... para juzgar al mundo y salvarlo. Las plegarias eucarísticas de la Misa, nos ayudan a mantenernos en esa «vigilante espera»: «Esperamos tu venida gloriosa... esperamos tu retorno... Ven, Señor Jesús». Pero la realidad es impactante, Jesús «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11) y lloró sobre Jerusalén «porque la ciudad no reconoció el tiempo en que fue visitada por el Señor» (Lc 19, 44). El Apocalipsis nos presenta a Jesús preparado a intervenir en la vida de la Iglesia si las gentes no se convierten (Ap. 2,3). Y cada discípulo–misionero es invitado a recibir la «visita íntima y personal» de Jesús cada día: «Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap. 3,20). Que María, la Madre de Dios, la primera misionera, siempre «vigilante», nos ayude a no perder de vista nuestra condición de misioneros y a pesar de que cada día nos acechan mil tentaciones para instalarnos o desanimarnos, ojalá podamos llevar a Cristo al conocimiento y amor de muchos y podamos decir a todos como ella: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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