Desde siempre, Dios tenía en su mente el proyecto de una humanidad reunida en el amor. Y, hasta el último de los fieles, ha de representar su papel en ese vasto proyecto que abarca todo. Cada uno de nosotros, gracias a nuestra condición misionera, desde donde la Divina Providencia nos ha colocado, podemos hacer avanzar algo este plan poniendo nuestro granito de arena. El tiempo de la espera, de que sea completado este proyecto universal de salvación, es presentado por el Evangelio como tiempo de servicio (Lc 12,39-48), porque el reino se refleja ya de forma decisiva en nuestra vida y en esas pequeñas acciones de cada día. Es muy posible que el mayordomo a quien se ha puesto al frente de la casa, en el pasaje de San Lucas al que me refiero, sea un símbolo de los dirigentes de la Iglesia, porque a todos —sin exclusión alguna— se nos confía un tipo de servicio en el tiempo de la espera. La riqueza del reino se traduce para todos a manera de amor que se dirige hacia los otros. Aquél que ha recibido el gran tesoro que le hace rico para Dios empieza a ser inmediatamente —tiene que ser inmediatamente— fuente de amor para los hombres y mujeres de todo el mundo. Así, lo que rige la vida del Cristiano, es el dinamismo del amor misionero que produce la fe en el Señor: «Qué todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero» (Beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento).
Para el discípulo–misionero, la historia no es un perpetuo devenir sin sentido esperando que el mundo se acabe de repente, sino que es una cuestión que sigue una progresión que alinean unas «visitas» constantes de Dios —incluso a veces inesperadas—, unas «intervenciones» de Dios, en días, horas y momentos privilegiados que no pueden pasar desapercibidas. El Señor ha venido, continúa viniendo y vendrá... para juzgar al mundo y salvarlo. Las plegarias eucarísticas de la Misa, nos ayudan a mantenernos en esa «vigilante espera»: «Esperamos tu venida gloriosa... esperamos tu retorno... Ven, Señor Jesús». Pero la realidad es impactante, Jesús «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11) y lloró sobre Jerusalén «porque la ciudad no reconoció el tiempo en que fue visitada por el Señor» (Lc 19, 44). El Apocalipsis nos presenta a Jesús preparado a intervenir en la vida de la Iglesia si las gentes no se convierten (Ap. 2,3). Y cada discípulo–misionero es invitado a recibir la «visita íntima y personal» de Jesús cada día: «Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap. 3,20). Que María, la Madre de Dios, la primera misionera, siempre «vigilante», nos ayude a no perder de vista nuestra condición de misioneros y a pesar de que cada día nos acechan mil tentaciones para instalarnos o desanimarnos, ojalá podamos llevar a Cristo al conocimiento y amor de muchos y podamos decir a todos como ella: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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