El autor de la carta a los Hebreos, que hemos estado leyendo en la Misa dominical como segunda lectura estas últimas semanas, es un teólogo y estilista absolutamente singular, que pudiera ser Apolo de Alejandría, aquel al que Aquila y Priscila terminaron de formar en la fe (Hch 18,24-19,20) pero no existe ninguna certeza porque aunque hay alusiones al encarcelamiento que sufrió San Pablo en varias ocasiones (Heb 13,18-25), el estilo y la teología de la carta difieren considerablemente de las cartas paulinas. Lo cierto es que estamos leyendo en estos domingos el libro del Nuevo Testamento escrito en el griego más elegante y con un conocimiento de la Biblia admirable. La carta destaca el sacerdocio de Cristo como incomparablemente superior al sacerdocio de la antigua alianza (Heb 4,14-8,13) y en este contexto es donde está el fragmento que leemos hoy (Heb 5,1-6) y en donde el autor se refiere, obviamente, al sumo sacerdote judío, cuando entra en la parte más sagrada del templo —el llamado «Santo de los Santos»— para pedir perdón por sus propios pecados y por los pecados del pueblo. Todos los cristianos —no solo el sacerdote ministro de nuestros días— participamos, por el bautismo, del sacerdocio de Cristo y todos debemos pedir perdón a Dios por nuestros propios pecados y los pecados del pueblo. Lo debemos hacer a todas horas, pero de una manera especial al celebrar la Santa Misa, en el sacrificio de la Eucaristía.
Toda nuestra vida debe ser una petición al Señor para que nos haga santos, al estilo de su Hijo, sumo y eterno sacerdote, que lo fue por designación de su Padre Misericordioso (Jn 8,54), quien lo hizo Rey y Sumo Sacerdote como lo había prefigurado en Melquisedec, «Rey» de Salém y «Sacerdote» del Dios Altísimo en la antigua alianza en tiempos de Abraham (Gn 14,18-20). Esa santidad a la que aspiramos, no la podemos alcanzar por sí solos, necesitamos a este Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, que venga en nuestro auxilio y nos alcance la gracia del Padre. Ese anhelo de santidad lo podemos ver hoy reflejado en el alarido del ciego que, en el Evangelio de hoy, tiene un nombre concreto: «Bartimeo», y me hace recordar el hermoso poblado de Jericó, situado a unos 30 km de Jerusalén, y considerado una de las más antiguas ciudades de Palestina y por muchos, la ciudad más antigua del mundo. Aquel ciego, adosado a la orilla del camino, al escuchar salir Jesús del pueblo, que le grita con todas sus fuerzas una y otra vez: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10, 46-52), reconociendo así su ser de Mesías anunciado desde antiguo. ¡Cuántas veces nuestra vida se parece a la situación de aquel ciego!». Allí está Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote que nos alcanza la santidad, la claridad de la vida, pero no le vemos. Cuántas s veces estamos al borde del camino de la vida, ciegos, sin ser capaces de ver ni de reconocer lo que sucede por la acción misericordiosa de Dios a unos cuantos centímetros de nuestros ojos, ciegos quizá por la tristeza, por el egoísmo, por nuestro afán de tantas cosas que en este mundo nos atraen y nos atrapan, pero sin casi darnos cuenta Jesús pasa por nuestra vida invitándonos a ser santos.
Hoy, en medio de un mundo que ya anuncia la Navidad con ventas de «adornos» innecesarios de brillos alucinantes que nos dejan ciegos y nos cautivan a pesar de eso, debemos gritarle al Sumo y Eterno Sacerdote que todo lo puede, que nos cure, que escuche nuestro grito suplicante: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!». Hemos de gritarle a Dios, no una sola vez sino muchas, porque el mundo nos deja ciegos una y otra ves. Cada vez que celebramos la Santa Misa nos acercamos a este Sumo y Eterno Sacerdote, nos ponemos en Él ante Dios y le gritemos, como aquél ciego, para que nos escuche, con fe, reconociéndole como al Mesías y Señor de la Eucaristía en esa hostia consagrada en donde Él está como Sacerdote y Víctima, y nos reconocemos ante él como el ciego del camino, hombres y mujeres necesitados de su misericordia. Que sepamos vivir nuestra Eucaristía dominical con un corazón sencillo como el de María que dejó entrar la luz a su corazón, que le supliquemos como Bartimeo que nos devuelva la vista, que nos cure de nuestra ceguera, para así poderle reconocer en cada momento de nuestra vida, en cada hermano, en cada acontecimiento y como el ciego del camino le sigamos llenos de alegría sabiendo que el Sumo y Eterno Sacerdote, cada vez que celebramos la Eucaristía nos vuelve a preguntar: «¿Qué quieres que haga por ti?» ¡Bendecido domingo a todos... nos unimos espiritualmente en la Eucaristía en todo el mundo!
Padre Alfredo.
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