Este domingo empezamos a leer como segunda lectura de Misa la carta a los Hebreos. Leeremos durante siete domingos, hasta el final del Tiempo Ordinario —ya en las puertas del Adviento—fragmentos de esta carta atribuida durante muchos años a San Pablo y hoy considerada como anónima. Se trata de un mensaje dirigido —según se lee— a cristianos procedentes del judaísmo y que tiene como contenido fundamental la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre los otros sacerdocios del rito de la antigua alianza. Ese sacerdocio sublime de Cristo que en su Sacrificio se desposa con la Iglesia y libera al género humano de la esclavitud del pecado. El fragmento del capítulo segundo que se lee hoy (Heb 2,8-11) pone de manifiesto la realidad salvadora del sacrificio de la Cruz, porque allí, crucificado, es donde Jesucristo consuma su unión esponsal. Es un texto muy bello, muy expresivo, el cual merece la pena leerlo no una sola vez sino varias, para que sirva de motivo de meditación. El estilo de esta carta es muy místico, muy espiritual. El autor sagrado no trata de cosas concretas, pero quiere dar respuesta a un «estado» de vida de la comunidad cristiana. Este «estado» consiste en que los cristianos se han adormecido, han perdido el dinamismo inicial, la ilusión que tenía la primera generación de la Iglesia como «esposa» de Cristo. Parece que los destinatarios de esta sublime epístola, se han habituado a ser cristianos de nombre, pero han empezado a perder el sentido que ello tenía para sus inmediatos antepasados; con ello se les ha desdibujado también la figura de Cristo: no recuerdan tanto la cruz como la gloria y como desposorio y, por tanto, viven una existencia cristiana en la que el sacrificio, la entrega, el compromiso... se han relajando. El estilo de vida del Hijo de Dios encarnado, hecho hombre, puede dejar de revivir en aquellos que se llaman cristianos y que olvidan que el ser discípulos–misioneros implica un amor como el de Cristo Esposo.
Por eso, apenas iniciada la lectura de ésta hoy, se nos dice: «Al que Dios había hecho poco inferior a los ángeles, a Jesús...»; y recuerda «su pasión y muerte» sin olvidar la «gloria» y que el camino hacia la «salvación» pasa por los «sufrimientos». La Carta a los Hebreos nos recuerda que el amor hay que cuidarlo, como cuidamos una planta para que no se seque, como un esposo debe cuidar a su esposa y viceversa. Y sólo se cuida el amor cuando se dedica el tiempo necesario al otro, cuando se cultiva y, a esos destinatarios de la Carta a los Hebreos, que bien pudiéramos ser nosotros, les falta mucho por entender. El Amor —dicen por ahí— es un ejercicio de jardinería, hay que arrancar lo que puede dañar al jardín, hay que preparar el terreno, sembrar, abonar pacientemente la tierra, regar y no descuidar nada. Y hay que estar preparado porque habrá plagas, sequías o excesos de lluvias, mas no por eso se abandona el jardín... ¡Y que lo digan los casados! Esos matrimonios de 30, 40, 50 o más años que siguen cultivando ese hermoso jardín de su vocación, en donde la vid se mantiene fecunda y el olivo sigue dando sus frutos (cf. Sal 127). Por cierto que el tema del amor tocando la relación de pareja y del valor y el sentido del matrimonio para los cristianos no es que aparezca muy a menudo en la Escritura y por tanto no aflora mucho tampoco en nuestras lecturas de Misa y reflexiones diarias. Pero hoy sí que emerge tanto en la primera lectura como en el salmo y el Evangelio (Gén 2,18.24; Sal 127; Mc 10,2-16). Y, por tanto, hoy será un buen día para reflexionar sobre esta vocación, como reflejo del amor «esponsal» de Cristo y la Iglesia.
En el matrimonio, como en cualquiera de las otras vocaciones en la Iglesia, conviene recuperar de vez en cuando la ilusión de los orígenes, recordar que el amor sigue siendo bendecido por Dios y sigue siendo «sacramento» para la Iglesia. Para mantener y afirmar el amor, se precisa volver a la figura del jardín de la que he hablado y pensar en el esfuerzo que hay que invertir, un esfuerzo que merece la pena hacer: si se alimenta el fuego del amor, este fuego podrá mantenerse siempre, intenso y vivo en el matrimonio, en el sacerdocio, en la vida consagrada, en la soltería y así, en la comunidad, sea la familiar o la eclesial. Y realizar ese esfuerzo es seguir el camino de Dios, y ser testigos del amor de Dios. Y ser testigos de que realmente, el proyecto de Jesucristo es un proyecto que merece la pena y se vive día a día en lo concreto, hasta llegar como María, amando al pie de la cruz, «cuando llegue la hora», expresión que en el evangelio de Juan expresa la hora del sacrificio. Jesús, una y otra vez —Caná y la Cruz— no la llamará «madre», sino «mujer», como la nueva Eva que está al lado del nuevo Adán, engendrando a los hombres y mujeres nuevos. Pienso en tantos esposos ejemplares que conozco, y les recuerdo aquella indulgencia parcial de 300 días que san Juan XXIII concede a los matrimonios en el día de su aniversario, para favorecer el amor y la fidelidad conyugal: «Su Santidad Juan XXIII concede a los cónyuges que piadosamente besaren, individualmente o en común, el anillo nupcial y recitaren con devoción y contrición la invocación "concédenos, Señor, que amándote, nos amemos, el uno al otro y vivamos según tu santa ley", u otra semejante, el poder beneficiarse una vez en el día del aniversario de la boda de una indulgencia parcial de 300 días. Sin que obste nada en contrario» (Roma 23 de noviembre de 1959). ¡Bendecido domingo a todos y en especial, mi bendición a todos los matrimonios!
Padre Alfredo.
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