Cuando se ha entendido que la esencia del cristianismo se halla en la caridad, en el apasionado amor a Dios y sus intereses, las palabras de San Pablo, que leemos hoy (Ef 3,14-21) no pueden sonar extrañas o exageradas: «Me arrodillo ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra, para que, conforme a los tesoros de su bondad, les conceda que su Espíritu los fortalezca interiormente y que Cristo habite por la fe en sus corazones. Así, arraigados y cimentados en el amor, podrán comprender con todo el pueblo de Dios, la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que así queden ustedes colmados con la plenitud misma de Dios». El verdadero amor es así, grande, inmenso, tan grande que cayendo de rodillas ante el Padre misericordioso, se propaga; puesto que quien comprende la hondura y grandeza del amor del Señor, se decide a tratar con ese mismo amor a sus hermanos sinceramente, sin segundas intenciones. San Pablo está tan convencido de la riqueza del plan que el Dios misericordioso ha trazado para salvarnos, que quiere a toda costa que se cumpla en los Efesios. La catequesis y la teología con la que empezó a escribir esta preciosa carta, se han transformado, ahora, en una profunda y rica oración.
Yo creo que necesitamos que San Pablo rece también por nosotros, los hombres y las mujeres del tercer milenio, para que, en medio de esta desgarrada sociedad, aparentemente globalizada, lleguemos a esa mayor profundidad y fuerza en nuestra vida de fe. Me pregunto: ¿Rezamos nosotros así por nuestra comunidad, por nuestra familia, por nuestros amigos desde nuestra condición de discípulos–misioneros, pidiendo a Dios que conceda a todos aliento y alegría para vivir la fe que hemos recibido en el bautismo? ¿Oramos para que haya «misioneros Ad gentes» (de tiempo completo) que enseñen a las gentes a ponerse de rodillas ante el verdadero Dios por quien se vive de manera que Cristo habite por la fe en sus corazones? ¿Tenemos confianza en el poder de la oración, y en ese Dios que puede hacer mucho más de lo que pedimos, con ese poder que actúa entre nosotros? ¿Nos hemos dejado nosotros contagiar ese fuego que invadía a San Pablo? La Eucaristía que celebramos y la Palabra que escuchamos, ¿nos calientan en ese amor que consume, o nos dejan apáticos y perezosos, en la rutina y frialdad de siempre? La Palabra de Dios, en especial su Evangelio, que a veces compara con una semilla que se va desarrollando hasta dar fruto, es también fuego que quema.
En medio del mundo tan contradictorio en el que vivimos, se propaga como un incendio el fuego del amor de Dios. Cada discípulo–misionero que viva su fe se convierte en un punto de ignición en medio de los suyos, en el lugar de trabajo, entre sus amigos y conocidos. Pero esa capacidad de vivir el compromiso misionero, sólo es posible cuando se hace como San Pablo, orando de rodillas por los demás. Jesús se compadecía de los hombres: su amor era tan grande que no se dio por satisfecho hasta entregar su vida en la Cruz para encender a todos en el amor (Lc 12,49-53). Este amor ha de llenar nuestro corazón: entonces sí seremos misioneros de verdad y nos compadeceremos de todos aquellos que no conocen a Dios o están alejados del Señor y procuraremos ponernos a su lado para que, con la ayuda de la gracia, conozcan al Maestro y su corazón experimente el calor del fuego del amor divino que no abandona nunca dejando enfriar al corazón. Todas las almas interesan al Señor: «... déjame vivir y morir en tu amante corazón para que allí se caldee el mío y pueda a mi vez calentar a todas las almas. Dame almas, muchas almas, infinitas almas» repetía con fervor la beata María Inés Teresa en su oración, consciente de que cada una de ellas le ha costado al Señor el precio de su Sangre. Imitando al Señor, a San Pablo, a la beata María Inés y a todos los santos, ninguna alma nos debe ser indiferente. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Virgen María, la mujer llena del fuego del Espíritu, la gracia de vivir con la máxima responsabilidad y amor la misión que nos ha confiado, de ser portadores del fuego de su amor y de su gracia a todos los pueblos cayendo de rodillas ante el Padre a quien todos queremos que conozcan y amen. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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