Dios nos ha amado antes de que lo
mereciéramos. Después de haber celebrado ayer el DOMUND, el día en que la
Iglesia recuerda su naturaleza misionera (AG 1), San Pablo nos recuerda,
siguiendo con la lectura a los Efesios (Ef 2,1-10) que el amor misericordioso
que Dios nos tiene no se debe a nosotros o a que lo hayamos ganado por nuestros
méritos, sino que es un don del mismo Dios que nos ha llenado de su vida porque
es misericordioso. «Él nos dio la vida con Cristo y en Cristo», «por el gran
amor con que nos amó», «nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con
Cristo, y con él nos ha reservado un sitio en el cielo». Gracias a la acción
misericordiosa de Dios, hemos muerto y resucitado con Cristo en nuestro
bautismo, vivimos con él y tenemos reservado un espacio en el cielo junto a
Dios. Y todo eso tiene como consecuencia que nuestra vida debe ser coherente
con este misterio: «somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús
para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos».
San Pablo nos recuerda que Dios ha
intervenido en la vida de cada uno de nosotros cuidando de nuestra fragilidad,
porque sabemos que el mundo de hoy sigue estando, como en tiempos de Pablo,
dominado por «el príncipe de este mundo» (1 Jn 5,19). El mal que enfrentaban
los efesios sigue existiendo y nos obliga a una lucha permanente, de manera que
ya no recaigamos en una vida «según los instintos, deseos y pensamientos de
nuestro desorden y egoísmo». Cada uno somos débiles y encima de esto el mundo nos
tienta en todas direcciones, pero nosotros seguimos a Cristo, somos sus discípulos–misioneros. Le hemos abierto
las puertas de nuestras vidas decididamente, tratando de actuar conforme Él nos
enseña con su Palabra. Pero seguimos pidiendo a Dios su fuerza, para que
podamos perseverar en ese camino. Para que no estemos unidos a Cristo sólo teológicamente,
por el bautismo, sino de hecho, también llevando un estilo de vida que, en
mucho, contrasta con el estilo de vida del mundo, este mundo en el que países
ricos construyen «graneros» cada vez más grandes para guardar allí lo que les
sobra y tienen de más, mientras que muchos países pobres cuentan los granos de
arroz que les son repartidos a sus habitantes en una sola comida al día, si es
que alcanzan.
El mundo
piensa que se puede comprar la vida, encerrarla, dominarla, asegurarla «en
graneros». El común de la gente que ha sacado a Dios de sus vidas piensa «atrapar»
la vida o eso por lo menos intenta cada día, y la vida se le escapa, como al
hombre que aparece en la parábola del Evangelio de hoy (Lc 12,13-21). «¡Necio!
Esta misma noche tu alma será reclamada». Ni el dinero, ni los lujos que se
puedan tener, ni el montón de cosas que se acumulen aquí en este mundo, son la
última palabra sobre el hombre y su existencia, por eso el creyente toma una
actitud inversa a la de los que se quedan atrapados por el mundo, los cuales
«no dan gloria a Dios» (Rm 1, 21). El hombre y la mujer de fe, a pesar de su
fragilidad y sus miedos —que pueden ser iguales a los de todos los demás
creyentes y no— se apoyan totalmente en Cristo y hallan en Él el dinamismo y el
sentido de la vida, el gusto de vivir, la alegría de estar aquí cada día hasta
ser llamados a dejar este mundo sabiendo que el poder divino ha sido puesto a disposición
del hombre en este mundo para hacer el bien y alcanzar el cielo conscientes de
que todo es un don de Dios (cf. Ef 2,8-10). «¿Por qué te afanas y preocupas?»,
le pregunta Jesús a Marta en otra escena del Evangelio al verla tan atareada
(Lc 38,42); «sólo hay necesidad de una cosa». «Busquen el Reino de Dios, y todo
lo demás se less dará por añadidura» (Mt 6,33). En cuanto al dinero y a los
cosas materiales que con él se adquieren, hay que recordar que están hechos
solo para la vida en este mundo; hay que gastarlo y usar las cosas a tiempo y
debidamente, hay que compartir los bienes, hay que hacer rendir y fructificarlo
que se tiene para la felicidad de todos, como María, la Madre del Señor, que
seguramente al visitar a Isabel no llegó con las manos vacías y más tarde buscó,
no por sus méritos, sino por los de su Hijo, que el vino alcanzara para todos. El
uso que hacemos del dinero y de todo bien material lo cambia todo: quien lo usa
«para sí», es un insensato, quien lo usa «para Dios y los hermanos», es un
sabio. No hay más que decir. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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