La plenitud de la humanidad está en Cristo y la Iglesia nos conduce hacia nuestra propia madurez, en la medida en que construyamos la comunión, nos recuerda hoy San Pablo en la Carta a los Efesios (Ef 4,7.11-16). En la Iglesia, como en un cuerpo o en todo organismo, hay conexiones y una unidad. En esta Iglesia, Cristo, cabeza de esta unidad, da a unos el ser apóstoles, a otros, el ser profetas; a otros el ser evangelizadores; a otros el ser pastores y maestros. Así cada miembro de la Iglesia ocupará su lugar en orden a las funciones de su ministerio y para edificación del Cuerpo de Cristo hasta alcanzar la plena unidad. ¡Cada uno tenemos un papel, en esa construcción de la unidad eclesial! ¿Cuál es mi papel? Podríamos preguntarnos hoy. En la armonía y la cohesión que entre todos vayamos logrando, todo el cuerpo de la iglesia prosigue su crecimiento, gracias a las conexiones internas que lo mantengan según la actividad propia de cada miembro. Así el cuerpo se edifica en el amor y servicio mutuos. La Iglesia conduce poco a poco a la humanidad hacia su «madurez», en la medida, precisamente, en que construye la «unidad», la «cohesión», la «comunión».
Desde el fragmento de la carta que leíamos ayer (Ef 4,1-6) San Pablo exhortaba a la Iglesia a vivir en la unidad, basándose en que uno solo es el Señor, y la fe, y el Bautismo para todos. Pero San Pablo también sabe que esa unidad no significa uniformidad, porque, entre sus miembros hay una diversidad que es, precisamente, lo que en armonía, construye esa unidad. La Iglesia es un cuerpo, un organismo viviente, que está siempre creciendo y madurando, hasta que todos lleguemos a la estatura de Cristo, «el hombre perfecto», hasta que todos alcancemos «la medida de Cristo en su plenitud». A eso va encaminada la existencia de los diversos ministerios que se entrecruzan, según la vocación específica de cada uno en la Iglesia. Estamos casi por concluir el mes de las misiones, y debemos alegrarnos de la riqueza de dones que hay en esta Iglesia que ha de llegar a abrazar al mundo hasta en los últimos rincones, y valorar a la vez su unidad dinámica que hace posible esa tarea de evangelización: «o vas o envías, o ayudas a enviar». Si bien no todos podemos salir a las misión «Ad Gentes», siempre hay algo que, en concreto, podemos hacer a favor de la misión, porque unidos como Iglesia, es nuestra misión: «o vas o envías, o ayudas a enviar». Cuando escuchamos la expresión: «ir a las misiones» debemos pensar en nuestra presencia y en el don de nosotros mismos en tierras de misión, porque la unidad nos invita a ser parte de esta tarea y horizonte evangelizador específico: «o vas o envías, o ayudas a enviar». «Enviar» a la misión es tarea de los obispos ciertamente, que son quienes, en este mecanismo de unidad, realizan este envío. Sin embargo para «enviar» a la misión hacen falta los que van a ser enviados, requiere su formación y preparación en las cuatro áreas ya conocidas de la formación: humana, espiritual, intelectual y pastoral. Pero este envío ha de estar sustentado también por toda una comunidad de fe que, con su esfuerzo y con su aportación, va siempre haciendo que el envío se cristalice y sea posible: «o vas o envías, o ayudas a enviar».
En el Evangelio de hoy (Lc 13,1-9), Jesús llama a los creyentes que le siguen a que consoliden su fe para que no se conviertan en una higuera estéril, sino que se transformen en un árbol que dé abundantes frutos de solidaridad, justicia e igualdad al mundo entero. Por eso, advierte al pueblo que tiene un breve tiempo —el tiempo de la Iglesia—, en el que Dios espera que la higuera dé los frutos que le corresponden. Terminado el tiempo, Dios decidirá qué hacer con ella. Así, el Pueblo tiene que entender que el tiempo no es indefinido, sino que debe comenzar aquí y ahora a cambiar su manera de pensar y a transformar su manera de actuar. ¡Qué gran lección en un tiempo en el que se ha «flojeado» un poco en la pasión por la misión! Se dice que la mentalidad postmoderna no cree en el dar de la misma manera que en el recibir. Vive en cálculos y aproximaciones que va haciendo a tientas, para vivir sin comprometerse con los demás. Pero la Carta a los Efesios y el Evangelio de hoy, nos centran en la capacidad de amar que debe surgir de la unidad en la Iglesia. Quien ama piensa siempre en el otro, esté cerca o esté lejos, tenga la misma vocación que yo u otra diversa, ejerza un ministerio como el mío u otro diferente, porque el amor de Cristo no se rebaja o se devalúa, sino que alcanza para todos. Hoy sábado, bajo la mirada amorosa de María, la «Reina de las Misiones», yo me quedo con esto que, desde que lo escuché en el año 2010, resuena siempre en mi corazón: «o vas o envías, o ayudas a enviar». ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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