Con la noche llegan las tinieblas, y, con ello, la invitación a pensar en la muerte; pero no como la percibe el mundo, sino como la ve y la experimentó Cristo: un tiempo de espera breve para resucitar a la vida eterna.
Cuantos, en el mundo de hoy, han hecho de la noche día y del día noche. ¡De cuánto se han perdido! Ya no viven más, ya no pueden esperar el clarear del nuevo día y gozarlo como lo gozo yo, que no me hice para trasnochar a la manera infame del mundo, que consume las hermosas horas de la noche entre ruidos, alcohol y pecados sin freno.
Qué hermosa es la noche aquí en la abadía entre el silencio del campo, escuchando los grillos bajo el brillo e la luna y las estrellas que sólo el hombre puede contemplar y disfrutar... Dice el salmista: «cuando contemplo los cielos, obra de tus manos; la luna y las estrellas que tú has establecido... ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Sal 8,4-5).
Sí, ha llegado la noche luego de un día más en La Trapa, y aquí todo parece ahora callar para dejar hablar sólo a Dios en la quietud. Si no pasa la noche no habrá un glorioso amanecer.
Nos hemos despedido de María de Guadalupe al llegar al inicio de la noche al fin de la oración que cierra un día más y le hemos cantado. Hemos sido rociados con el agua bendita antes de ir al lecho y luego de escuchar las campanas que marcan el final de la jornada. ¡En paz me acuesto y enseguida me duermo dándote gracias, Señor!
Padre Alfredo.
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