miércoles, 17 de octubre de 2018

«Vivir amando»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy terminamos de leer en la liturgia de la Palabra de Misa la Carta a los Gálatas con unos versículos en los cuales San Pablo nos invita a no confundir la libertad de los hijos de Dios con el libertinaje que el mundo ofrece (Gál 5,18-25). Sabemos que una mala comprensión de la noción de libertad puede conducir a caer en una terrible esclavitud que fácilmente atrapa a muchos incautos: la esclavitud «del desorden egoísta del hombre» (Gál 5,18). Desorden que se opone a nuestra verdadera vocación de «hijos de Dios», para lo cual hemos sido hechos libres. Hemos sido hechos libres para que, movidos por el Espíritu, podamos amar con intensidad al mismo Dios y a los hermanos. La Ley entera, hemos visto en esta extraordinaria carta de San Pablo, encuentra su cumplimiento en esta única palabra: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,14). El fruto del Espíritu, pudiéramos decir, es único: «el amor», que aquí es considerado por San Pablo sucesivamente en sus signos: la alegría y la paz, en sus manifestaciones: (la generosidad, la benignidad, la bondad, la fidelidad) y en sus condiciones de existencia: la fe y la humildad, que permiten la mansedumbre y el dominio de sí mismo. 

Se trata, pues, de «dejarse conducir», dejarse guiar por el Espíritu para vivir amando. Hay que releer el día de hoy cada una de estas palabras que explayan ese fruto del amor en toda dirección. Cada día, en cuestiones y momentos concretos, encontramos en nuestra jornada ocasiones que seguramente se nos presentan en las que «dejándonos conducir por el Espíritu» experimentaremos ese fruto del amor en la alegría, la paz, la humildad, el dominio de sí mismo... porque, como nos dice hoy el Apóstol de las Gentes: «Si tenemos la vida del Espíritu, actuaremos conforme a ese mismo Espíritu» (Gál 5,25). ¡Qué maravilla! Con la lectura de estos versículos vemos que la vida cristiana no es ante todo el cumplimiento legalista de unas obligaciones marcadas por una letra que se queda en lo externo, en el ritualismo que algunos viven, sino que se trata de vivir nuestra existencia «con alguien», con ese «Amigo» que nunca falla: «Los que son de Jesucristo ya han crucificado su egoísmo junto con sus malas pasiones y malos deseos» (Gál 5,24). Así se entiende que por eso ese «dejarse conducir», tiene aspectos de crucifixión: «Crucificar en uno mismo su egoísmo» para poder amar como Cristo. 

Desde esta perspectiva se entiende claramente la denuncia que Jesús hace en el Evangelio del pecado de los fariseos (Lc 11,42-46), que consiste en poner un empeño exagerado y escrupuloso en un conjunto de normas insignificantes que han multiplicado mientras que desprecian lo esencial. Muchos, como ellos, quieren hoy también aparecer como irreprochables para ser honrados y estimados como piadosos (cf. Mt 23.6-7;Mc 12.38-39). Pero, el discípulo–misionero de Cristo, es alguien que no se queda en esas cosas periféricas, sino que valora las cosas, los acontecimientos y las personas según el fruto del amor. No debe despreciar lo pequeño por ser pequeño, pero debe centrar su esfuerzo en lo fundamental: el amor a Dios y el amor al hermano. Desde aquí se entiende el «Ama, y haz lo que quieras» de San Agustín, porque, como dice la beata María Inés Teresa, nos crucificamos con Cristo amando: «Muriendo a nuestro amor propio, a nuestro yo, a nuestros gustos, es como vivimos felices» (Mensaje de Pascua de abril de 1977). El pecado del escriba, del especialista en la ley, está en escrutar la ley día y noche para descubrir a los hombres lo que deben hacer, pero sin amor y sin amar. La salvación no está en saber mucho ni en hacer mucho, como se estila hoy en el activismo exagerado, sino en cumplir la ley del amor. Jesús amaba a los fariseos y por eso habla así queriéndolos llevar a vivir este valor fundamental en la vida: el amor a Dios y al prójimo. Hoy nuestra sociedad se quiere también sostener, como los fariseos, de unas contradicciones que la mantienen en pie: la explotación como forma de producción, el lucro como forma de intercambio y la manipulación como la ideología vigente en el mundo consumista. Como Cristo, como San Pablo, como San Agustín, como la Beata María Inés, necesitamos hacer a un lado estos mecanismos vivamos en el dinamismo de los frutos del amor. De esta forma recuperaremos lo central de la revelación divina: la justicia y la misericordia como los fundamentos del proyecto de humanización. Que la Virgen Inmaculada, portadora siempre de ese fruto del amor en sus diversas manifestaciones, nos ayude y nos alcance, de su Hijo Jesús lo que sabemos que es el fundamento necesario para el encuentro con el Señor de todos y con todos. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

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