viernes, 5 de octubre de 2018

«¡Y tú, Cafarnaúm!»... Un pequeño pensamiento para hoy


El hombre es una partecita tan pequeña e insignificante del universo, como un granito de arena en la inmensidad de la playa o una pequeña gota de agua en el colosal mar... El universo existe antes que nosotros y es exterior a nosotros... ¿cómo es que el hombre quiere ser la regla, la medida y el censor de ese universo? El hombre siempre será infinitamente «pequeño» ante el universo y por supuesto ante Dios. Hoy a muchos no les agrada esta idea, pero eso no cambia en nada la realidad: así es que, le guste a la humanidad o no, tiene que reconocerlo. El día de hoy, en el libro de Job, Dios toma la palabra y nos enseña que si Job no podía entender la manera de trabajar de la creación física, ¿cómo podría comprender el carácter y la mente de él como Dios? (Job 38,1.12-21;40,3-5). No existe un criterio o punto de vista mayor que el de Dios por el cual se pueda juzgar todo. Dios mismo es el patrón y marca la pauta para todo. Nosotros somos criaturas y debemos someternos a su autoridad y descansar en su cuidado. La falta de fe en muchas de las personas de hoy, sobre todo gente joven, puede provenir de ahí: de olvidar que somos criaturas y de pensar inicialmente que se puede tener a Dios atado con razonamientos humanos y que, forzosamente ha de obrar de esta manera o de la otra. Dios no actúa como nosotros, él es el Creador y está siempre sumergido, por así decir, en una libertad que nadie le puede condicionar y de una manera que nadie le puede corregir. 

La conducta de Dios, como podemos ver en este pasaje bíblico de hoy, no es reducible a fórmulas humanas. Si muchos de los sabios de este mundo tuviesen razón, Dios estaría en el mismo nivel que el hombre. Por eso ataca Job la sentencia de los sabios diciendo que Dios está por encima de ellos. El proceder de Dios trasciende al hombre y lo que éste último le quiera indicar. El Señor habla a Job desde la tormenta (Job 38,1), subrayando así la grandeza de su poder, por eso Job, al final de todo lo que Dios le dice, adopta una actitud de humilde aceptación: «He hablado a la ligera, ¿qué puedo responder? (Job 40,5). Se queda sin tener que más decir y decide callar. El silencio ante Dios es siempre una respuesta sabia, sin pretender dar respuesta a lo que se sabe que no la tiene, por eso, ante muchas de las cosas que Dios decide hacer en nuestras vidas y a nuestro alrededor, lo mejor es callar, sí, callar como María, que muchas cosas guardaba en su corazón (Lc 2,19.51). Mucha de nuestra gente se niega a ver la luz de la fe y aceptar la acción de Dios y su voluntad. No nos puede extrañar que algunos, incluso de los más cercanos, no nos hagan caso en este tema de las cosas del Señor. A él tampoco muchos le hicieron caso, a pesar de su admirable doctrina y sus muchos milagros. La soberbia humana ha construido una sociedad injusta que se resiste a aceptar el mensaje liberador de Dios. 

La libertad humana es un misterio. Jesús asegura hoy en el Evangelio (Lc 10,13-16) que el que escucha a sus enviados —a su Iglesia— le escucha a él, y quien les rechaza, le rechaza a él y al Dios que le ha enviado. No valdrá, por tanto, en el día del juicio, la excusa tan común que tantas veces escuchamos por aquí y por allá sobre todo en nuestros tiempos con tantas cosas que suceden: «¡Yo creo en Cristo, pero no en la Iglesia!» Claro que sería bueno que la Iglesia fuera siempre santa, pluscuamperfecta, y no débil y pecadora como es. Pero ha sido así como Jesús ha querido ser ayudado, no por ángeles, sino por hombres y mujeres imperfectos. Las ciudades de Corazoín, Betsaida y Cafarnaúm, al nordeste del precioso mar de Galilea, también llamado mar o lago de Tiberíades y lago de Genesaret (en hebreo, כִּנֶּרֶת, Kinéret‎, del hebreo «kinor» debido a su forma de arpa primitiva o lira), delimitan el área en la que más trabajó Jesús. Esas ciudades recibieron mucho... Serían ricas de grandes riquezas espirituales si hubiesen guardado silencio para escuchar. Por eso Jesús prefiere a otras pobres ciudades que callan y escuchan. Aprendamos nosotros a callar y a escuchar, anunciemos el Reino de Dios y sus valores a tiempo y a destiempo (2 Tim 4,2). No perdamos el tiempo en habladurías, ni hagamos a un lado las oportunidades que nos ofrece la vida para que la soberanía de Dios sea una realidad en los corazones y las conciencias que todas las personas que sí quieren escuchar. El Reino nos urge (1 Cor 15,25), nos llama, tiene que ser tarea de todos, pero iniciativa única de Dios que es quien manda y lleva el control. Dispongámonos a ser obreros del Reino con alegría y con disponibilidad, pero también con mucha apertura, con mucha escucha, para que otros accedan a él, con la libertad y la alegría de verdaderos hijos e hijas de Dios. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

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