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En Job vemos reflejado el problema del sufrimiento. Job es el hombre sufriente y sufrido, que se somete a Dios con toda la libertad que de él ha recibido. Por encima de esa figura humana resonará siempre la voz de Dios en su consejo: «¿Has reparado en mi siervo Job, que no hay como él en la tierra; hombre íntegro y recto, temeroso de Dios, alejado del mal?». El hombre sufre sin ser culpable, pero eso no quiere decir que Dios no sea justo. Elifaz, Bildad y Sofar —los tres amigos de Job— le presentan dos silogismos: Dios es justo; si Dios castiga es que Job ha pecado y «para defender a Dios» condenan al bueno de Job. ¡Y hasta pretenden convertirle y hacerle reconocer sus pecados personales! Pero en este epílogo del libro que hoy leemos, Dios se muestra tal como es y quita la razón a los amigos de Job para dársela a éste, en un versículo que la lectura omite, porque supone, seguramente, que tenemos una visión clara de la misericordia infinita de Dios: «porque no han dicho respecto a mí la verdad, como mi servidor Job» (42,7). Todo lo que Job ha dicho sobre Dios en su rebeldía es verdad, y resulta sólo superado por la compresión de ese mismo Dios y su creación como misterio. Mientras los amigos, por mantener un Dios «light», un Dios a su medida, lo han empequeñecido y falseado.
El mundo de hoy busca muchas veces «empequeñecer» a Dios, hacerlo a su medida pretendiendo conocer siempre su proceder. La voz de Dios se deja oír en esta obra cumbre de la literatura universal, para llevar a los dialogantes —Job y sus amigos— al reconocimiento de la incapacidad humana de comprender lo misterioso de los designios divinos. Las palabras de arrepentimiento pronunciadas por Job (42.1–6) aclaran quién es Dios para el que tiene fe, a pesar de todo lo que le haya tocado sufrir. Pero la verdad es que, desde nuestra perspectiva cristiana, esto solamente lo puede entender el que tenga un corazón sencillo, como dice el Evangelio de hoy (Lc 10,17-24). La victoria sobre Satanás de todo discípulo–misionero de Cristo, se traduce en el hecho de que por él, con él y en él es que podemos ser capaces de comprender el mal del mundo y vencerlo (Lc 10,19). Por eso Cristo mismo nos viene a declarar dichosos; somos dichosos porque hemos experimentando aquella plenitud mesiánica que el Antiguo Testamento anhelaba (Lc 10,23-24). Sin embargo, la auténtica grandeza a la que podamos aspirar no está en la cantidad de cosas que hagamos por Dios o a su favor, sino en el hecho de un encuentro personal con Él. Nuestros nombres pertenecen al reino de los cielos (Lc 10,20) porque Dios nos ha amado desde antes de llegar a este mundo a pesar de las vicisitudes y sorpresas que en la vida nos encontremos. En ese amor, revelado a los pequeños y escondido para todos los sabios y entendidos, se fundamenta la derrota de las fuerzas destructoras de la historia. Me quedo pensando si como Job, que tanto sufrió, o como María, que con sencillez sostuvo un “sí» incomprensible para muchos por esa espada de dolor que atravesó su corazón, o como Cristo, que murió en la Cruz sometiéndose a la voluntad del Padre, me dispongo yo también a recibir el amor de Dios a su estilo, con la sencillez de un niño, que no necesita tanto entender para amar y asimilar lo que su padre ha dispuesto para él. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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