Cristo, al venir a este mundo, ha inaugurado un nuevo tipo de humanidad en el que desaparecen las diferencias entre judíos y paganos (Ef 2,12-22). Ha realizado la paz que anunciaron y predicaron los profetas (Is 57,19) y ha venido a establecer la paz entre Dios y la humanidad que se ha constituido en Iglesia por su muerte de cruz (Ef 2,16) y por el don del Espíritu Santo (Ef 2,18) y ha ido llegando hasta los confines del mundo, de manera que hasta algunos pueblos de los más alejados han escuchado y aceptado su mensaje igual que los más cercanos. Gracias al anuncio y testimonio de innumerables misioneros, la Palabra de Dios, la celebración de la Eucaristía y los demás sacramentos; las enseñanzas de los apóstoles y de los profetas; el corazón de muchos se va convirtiendo, conociendo y amando a Cristo, que es la piedra angular del edificio que se edifica en la Iglesia. San Pablo nos recuerda hoy que Cristo es la piedra más importante, sobre la que reposa todo el edificio, garantizando su solidez y ofreciéndosele cohesión y armonía a todos los pueblos que vayan formando parte de la misma.
Gracias a la tarea misionera de la Iglesia, Dios mismo continúa edificando su pueblo en Cristo (Mc 14,58; Jn 2,19) por el compromiso que abrazan sus apóstoles (Mt 16,17-19). El Apóstol de las gentes nos invita a notar el carácter personalista de esta construcción: se trata de una acción personal de Jesús (cf. Ef 2,21-22), confiada a otras personas (cf. Ef 2,22). San Pablo, en este fragmento de su Carta a los Efesios, habla por primera vez de la participación de todos los fieles en la obra de la edificación que, hasta ese entonces, se había entendido como un privilegio de los apóstoles (1 Cor 3,5-17; 2 Cor 10, 8;12,19; 13,10; Rom 15,20). Además, nos hace notar que la edificación no termina nunca, debido a la diversidad y perennidad de los ministerios, pero siempre bajo el único impulso de Cristo. ¡Y vaya que San Pablo tiene razón! Hay que seguir edificando, pues apenas y un tercio de la humanidad conoce a Cristo, pues se calcula que existan aproximadamente 2,180 millones de personas cristianas en el mundo. La Iglesia es templo y habitáculo, y, sin embargo, está todavía en periodo de construcción. Está sólidamente fundada y establecida y, sin embargo, está siempre por terminar. Es obra personal de Cristo y de Dios, pero no puede avanzar sin la colaboración de todos nosotros como discípulos–misioneros. Acabamos de celebrar el domingo el día del DOMUND, recordando a todos esta tarea que nos ha encargado el Señor hasta que vuelva.
El tiempo intermedio, hasta el retorno glorioso del Señor, este tiempo que vivimos, el de la Iglesia, exige de nosotros, como misioneros que edifican, una actitud vital: «vigilar»: «Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas» (Lc 12,35-38). El Señor volverá y mientras tanto el discípulo–misionero no puede dormirse en sus laureles porque se ha cansado de edificar y a fin de cuentas hay muchos que creen. El hombre y la mujer de fe debe permanecer alerta siempre, siempre en tensión. Sólo así el discípulo–misionero se asegura la acogida por parte de Jesús cuando vuelva. Sólo así se asegura la comunión con él y con la humanidad entera en el gozo y en el amor. Sólo al siervo vigilante servirá el Señor (cf. Mt 25,1-13; Lc 22, 27; Jn 13,4-5). El Cristiano es alguien que está en alerta constante, siempre presto a la acción misionera, preparado para evangelizar. ¿Estoy yo preparado para dar razón de mi fe en todo instante, vivo como discípulo–misionero en todo momento? Vigilar, en un sentido simbólico aquí, es luchar contra el entorpecimiento, la negligencia, la pereza, el confort, para estar siempre en estado de disponibilidad. «¡Dichosos!» dice el Evangelio de hoy, ¡Dichosos los que esperan vigilantes! Aquellas comunidades, como la de los Efesios, tal vez tenía la impresión de que la venida final del Señor era inminente. Aunque ahora no tengamos esa preocupación, sigue siendo válida la invitación a la vigilancia: tanto para el momento de nuestra propia muerte —que siempre será a una hora imprevista— como para la venida cotidiana del Señor a nuestras vidas, en su palabra, en los sacramentos, en los acontecimientos, en las personas que nos rodean. Si estamos despiertos, podremos aprovechar su presencia. Si estamos adormilados, ni nos daremos cuenta. Pienso en María Santísima, siempre vigilante y misionera, discípula fiel e incansable, a ella Dios mediante la veré en un rato, en su casita del Tepeyac, allí le pediré que me enseñe a esperar como Ella, vigilante sin desfallecer, con premura, anhelando la venida gloriosa «del verdadero Dios por quien se vive». ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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