Durante tres semanas, mi reflexión personal, que comparto con ustedes en este espacio, será en torno —como todo este año litúrgico en que me centro en la primera lectura de Misa especialmente— en torno a la «Carta a los Efesios». Parece que esta carta, de un matiz más bien contemplativo, fue escrita por San Pablo desde la prisión en Roma, entre los años 61 y 63, es decir, durante la primera cautividad del Apóstol. Desde las grandes epístolas clásicas San Pablo ha profundizado su reflexión y ampliado su horizonte. El pasaje que leemos hoy arranca del versículo 11 del primer capítulo, pues en realidad es ayer cuando deberíamos haber empezado a leer desde el versículo 1, pero, como fue día de San Lucas, la lectura fue otra. Convendría leer en la Sagrada Escritura la introducción (Ef 1,3) y las primeras estrofas (Ef 1,4-6) que se cierran con una fórmula de glorificación a Dios y así entrar al fragmento de hoy (Ef 1,11-14) coronado por una mención a la gloria divina, recordando que Cristo es la fuente de la herencia divina del creyente a quien debemos todo honor y gloria. De aquí la célebre frase de San Cipriano: «Nihil amori Christi praeponer» —«No anteponer nada a Cristo». La parte más alta de la pirámide de todo lo que nosotros podamos amar, la ocupe Cristo. Por encima y antes del amor a Cristo, no ha de haber nada «nihil praeponere». Algo muy fácil de comprender y aceptar, pero no tan fácil de llevar a la práctica en nuestra vida diaria.
San Basilio, en uno de sus tratados, enseña que «por Jesucristo se nos da la recuperación del paraíso, el ascenso al reino de los cielos, la vuelta a la adopción de hijos, la confianza de llamar Padre al mismo Dios, el hacernos consortes de la gracia de Cristo, el ser llamados hijos de la Luz, el participar de la gloria del cielo; en una palabra, —por Cristo— encontramos una total plenitud de bendición tanto en este mundo como en el venidero...» Y se pregunta el Santo: «Si la prenda es así, ¿cómo será el estado final? Y si tan grande es el comienzo, ¿cómo será la consumación de todo?» (Sobre el Espíritu Santo 15,36). A esto nosotros, como discípulos–misioneros de Cristo Jesús, pudiéramos añadir otras preguntas en relación al tema: ¿Estoy atento y agradezco el esfuerzo misionero que la Iglesia de hoy hace por llevar a todos a Cristo? ¿Me considero solo como un beneficiario de la fe, o como un apóstol —discípulo–misionero—, un participante del proyecto de llevar a Cristo a todos los hombres? ¿Soy solamente un espectador en la vida eclesial o soy un misionero? El mensaje de salvación, la Buena Nueva, debe ser oído (Rm 10,17) y creído (Jn 1,12) primero, para luego ser transmitido con el sello del Espíritu que es quien nos mueve a amar a Jesús y a no anteponer nada a él, sin incluso tener secretos para con Él (Jn 15,14-15) y mucho menos ser hipócritas con Él, como nos enseña el Evangelio de hoy (Lc 12,1-7).
El discípulo–misionero debe mantenerse fiel al amigo, sin dejar que sus ojos se vayan hacia otros atraídos por el brillo de lo que parece que es oro. Santa Teresa de Ávila, a quien acabamos de celebrar el día 15 decía: «Con tan buen amigo presente –nuestro Señor Jesucristo–, con tan buen capitán, que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Él ayuda y da esfuerzo, nunca falta, es amigo verdadero» (Vida, Cap. 22, 6-7.12.14). Ninguna amistad o lazo con una hermosura creada podrá superar el amor que nos une a Cristo. En la Vida de San Antonio leemos: «Su palabra, llena de encanto, consolaba a los afligidos, enseñaba a los ignorantes y reconciliaba a los desunidos: exhortando a todos a no anteponer nada al amor de Cristo» (Vida de San Antonio Abad, nº. 12). Este «no anteponer nada» en el que centro mi reflexión de hoy, debe ser enérgico, rotundo, con la fuerza de lo irrevocable, «marcado por el Espíritu» (Ef 1,13). Si todos, empezando por los predicadores, colocáramos el amor a Cristo por encima de cualquier otro amor, entenderíamos que la vida y nuestra historia personal no es un juego y tiene un gran valor. Nuestra existencia está siempre enlazada con Dios, Aun cuando sus caminos resulten incomprensibles para la sabiduría humana (Is 55,8-9). Hay que luchar por hacer vida esto desde la sencillez del corazón. Fariseos —como los que menciona Cristo hoy en el Evangelio— siempre habrá, y los seguirá habiendo en tanto que nazcan hombres de la simiente pecadora de Adán. No se necesita ser judío para pensar, obrar y hablar igual que los fariseos —porque entre ellos había también gente muy buena—; hay muchos cristianos que son fariseos; como también, muchos más aún, los hay que se glorían de no ser ni judíos ni cristianos, y que... son fariseos. Llevamos latente en nosotros a un fariseo, y sólo en los escogidos y a un cambalache de sufrimientos, nacerá el publicano, el pobre, el sencillo, el humilde que debemos ser. Pidámosle a María Santísima, la «humilde sierva» que no antepuso nada a su Hijo y con ello a los designios divinos que nos ayude. ¡Que tengas un bendecido viernes, para muchos, fin de semana laboral y académica!
Padre Alfredo.
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