Después de haber aclarado, en los primeros versículos del primer capítulo de la carta a los Gálatas que no hay otro Evangelio que el de Cristo, San Pablo, en los versículos que nos presenta la primera lectura de la liturgia de hoy (Gál 1,13-24), ese mismo San Pablo apóstol, convencido y enérgico, nos muestra quién es él y con qué fuerza o poder expone la Palabra del Señor Jesús. El Apóstol de las Gentes quiere, con esas palabras, provocar el retorno sincero no solo de los Gálatas, sino también de cada uno de nosotros, a la fidelidad, a la fe en el verdadero Dios por quien se vive. San Pablo se reconoce y se presenta sin hacer a un lado su pasado, nos recuerda cómo era antes de haber encontrado a Cristo, un enemigo empedernido de Jesús, terco en sus convicciones y perseguidor de los discípulos. Aquel día en que se encontró con la luz de Cristo, lo transformó totalmente, reflexionó sobre su conducta y dio un giro total a su vida. Aprendió a leer las Escrituras a la luz de Jesús, Hijo de Dios. Y viéndolo todo bajo esa luz, le pareció distinto, tan distinto que le resultaba evidente y necesario que las cosas cambiaran, y no solo las cosas, sino él mismo. Por eso, por largo tiempo estuvo como María a los pies de Jesús a través de las enseñanzas que recibía de los enviados por el Señor para formarle: «me trasladé a Arabia y después regresé a Damasco. Al cabo de tres años fui a Jerusalén, para ver a Pedro y estuve con él quince días. No vi a ningún otro de los apóstoles, excepto a Santiago, el pariente del Señor» (Gál 1,17-19).
¡Cómo cambia la vida y las actitudes de una persona cuando deja entrar a Cristo en su vida! La conversión de Pablo y la de todo aquel que se deje alcanzar por el Señor Jesús, es siempre obra personalísima de Dios, que nos ha elegido desde siempre. La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento decía: «soy un pensamiento de Dios, un latido de su corazón»... «Veo que a Dios no lo puedo engañar; que Él solo conoce a fondo lo que soy» (Carta a Mons. A. Hurtado, Ob. De Tepic., el 6 de junio de 1944). Dios nos muestra a su Hijo Unigénito como aquel que había sido proclamado Señor por toda la tierra y desde ese momento más profundo del encuentro con Él, nuestra vida debe ser repensada, pues, en función del reinado de Cristo todos somos llamados a colaborar como discípulos–misioneros en el plan de salvación de toda la humanidad. El Padre misericordioso nos quiere siempre mostrar a su propio Hijo, Señor del universo, a su Hijo que vivió en esta tierra, que murió y resucitó por nosotros, para hacernos uno con Él y llevarlo a todos con el mismo celo misionero de San Pablo pero sin olvidar que, para darlo a los demás, debemos dejarlo entrar de lleno en nuestro ser, ponernos a sus pies y dejar que Él hable.
Todo cristiano que se sabe amado y llamo por Cristo, debe saber conjugar dos dimensiones importantísimas en la vida de todo apóstol: la oración y la misión. Eso es palpable en la vida de San Pablo y es lo que el Evangelio de hoy, con la visita de Jesús a la casa de Martha, María y Lázaro, nos quiere enseñar (Lc 10,38-42). La tarea misionera no puede ser buena ni dar frutos si no tiene raíces, si no estamos en contacto con Dios, si no se basa en la escucha de su Palabra. Jesús no desautoriza el amor de Marta, pero sí le da una lección que bien nos vendría a muchos de nosotros hoy: no tiene que vivir en excesivo ajetreo, debe encontrar tiempo para la escucha de la Palabra y la vida de oración. La forma evangelizadora de Jesús no se caracterizó por el activismo ni por un conjunto de obras espectaculares y costosas. Es más, cuando hacía milagros prefería que no lo dijeran a nadie. Su labor se concentró en formar comunidad, en transformar la mentalidad de las personas, en un celebrar los signos del Reino, en rescatar a los marginados y dar a los pequeños un lugar en la comunidad humana. Todo lo hizo con los más modestos medios, como predicador itinerante que encontraba tiempo para orar a su Padre, que ve en lo secreto (Mt 6,6) y para enseñar a los demás a orar (Mt 6,9ss). No pensemos que la labor de los discípulos-misioneros del Señor consiste solamente en un activismo desmedido. O, peor, aún, que hay un encargo de andar urgiendo a los demás para que se conviertan en activistas frenéticos. El evangelio, como vemos en el pasaje de hoy y en la vida de San Pablo, nos invita también a crecer en el silencio, formándonos como oyentes y servidores de la Palabra. Pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude ella, que guardaba la Palabra en su corazón y la meditaba, a que, al encaminarnos presurosos a la misión, no nos dejemos atrapar por el tráfago de la vida que nos quiere hacer correr para todo, sino que podamos concentrarnos en lo que el Maestro nos propone y así, levantarnos de estar a sus pies para ir a la misión. ¡Bendecido martes! Los llevo conmigo en espíritu a la Basílica de la Morenita en el Tepeyac esta tarde.
Padre Alfredo.
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