La unión del hombre y la mujer en el matrimonio —unión que brota de la ternura y el amor mutuos—, es, para todo católico, el sacramento que habla de la unión de Cristo y la Iglesia. Ya el profeta Oseas, en el Antiguo Testamento (Os 1,3-9), había visto en el sentimiento tan profundo que tenía por Gomer, su mujer —a pesar de su infidelidad tan terrible— un reflejo del amor de Dios a la humanidad; así el matrimonio, con sus alegrías y sus penas, con su parte de traiciones y de perdones, estaba destinado a convertirse en el símbolo más puro de la alianza eterna que Dios había establecido con los hombres. El pasaje, que hoy San Pablo nos ofrece es uno de los mejores textos que ilumina esta doctrina eclesial sobre la Iglesia y el matrimonio (Ef 5,21-33). Partiendo de una situación concreta, común en aquella época, que era la autoridad incondicional del padre de familia, San Pablo ilumina claramente la visión de la pareja humana. Para él, esta autoridad es, ante todo, una autoridad de servicio: el marido tiene que amar a su mujer como a su propio cuerpo, un cuerpo al que alimenta y cuida, como lo hace Cristo con la Iglesia. La Iglesia ha nacido del sacrificio supremo de Cristo en la Cruz, de su exceso de amor, de un amor como debe ser el del esposo por la esposa y viceversa en la unión matrimonial.
No siempre será fácil dar este sentido cristiano al amor, y muchas veces habrá que acudir expresamente al recuerdo y al Espíritu de Cristo para ser capaces de llevar el amor hasta el extremo que Él lo llevó (Ef 5,25-28). Los esposos, son invitados a continuar, en su estado propio, el misterio realizado por Cristo en su Iglesia. Cristo se ha desposado con su Iglesia, se ha vinculado a ella, ha hecho causa común con ella, y nunca se separará de ella... ¡porque la ama! El Señor ha «entregado» su vida por ella, ¡ha muerto por ella para embellecerla! ¡La quiere santa e inmaculada en el amor! ¡Cuida de ella y con ella quiere ser sólo uno, se dan totalmente el uno al otro, para dar a luz al mundo nuevo. Apoyándose en el estado social de la época, San Pablo insiste en la sumisión de la Iglesia a Cristo, porque el «esposo es la cabeza». El Apóstol de las Gentes les da a los Efesios, y con ello a nosotros también, a Cristo y a la Iglesia como modelo de la vivencia del amor. No existe modelo más alto: la relación conyugal y la sexualidad en la pareja, son promovidos a nivel de «sacramento», de signo de gracia, de vía de santidad. Para evitar toda irritación inútil a las parejas «modernas» y a los encarnizados defensores de ideas raras que se quieren infiltrar en nuestra cultura eclesial, bastaría releer estos textos, pensando que en una pareja, desde el punto de vista esencial, no se reparten los papeles en dirección única: marido y mujer han de ser fuente de gracia, y de santidad, el uno para el otro, entregándose y haciendo crecer el amor que empieza como el tamaño de «un granito de mostaza» y debe crecer «como la levadura en la masa».
El amor, en los esposos cristianos, debe crecer en las mismas dimensiones que lo hace el Reino: en extensión, como el grano de mostaza que se transforma en un arbusto en el que vienen a anidar los pájaros y, en intensidad, como la levadura que hace crecer la masa (Lc 13,18-21). el mostacero no puede llegar a ser un árbol grande si no se cuida, si no se abona la tierra en donde está, si no se poda a tiempo; ni ninguna mujer puede llegar a amasar tres medidas de harina si no tiene amor a los que va a alimentar. El amor mutuo exige una tarea que hay que cumplir y que se realiza en un proceso de crecimiento que deja espacio para los demás. Un matrimonio ha de ser fecundo, no sólo o únicamente de forma biológica, sino con una fecundidad que vaya más allá, en donde algunos puedan hacer nido y otros puedan comer. Así como el Reino escatológico es una obra por hacer, un edificio por construir, un proyecto de catolicidad que se ha de realizar progresivamente, el matrimonio también se ha de estar edificando continuamente, teniendo a Cristo y a la Iglesia como modelo. Ese crecimiento que edifica, tanto la relación entre Cristo y la Iglesia, como la de los esposos, es un crecimiento incoercible, que no se puede frenar, porque es la potencia misma de la vida. Así es de maravilloso el amor de Dios y desde Dios, pero se ve poco hoy... ¡Agradezco y admiro a cada uno de los matrimonios cristianos que luchando cada día nos ofrecen la oportunidad de profundizar en este concepto del amor y del Reino! La Virgen y San José los acompañen para que, como el arbolito de mostaza y la levadura que fermenta la masa, sigan creciendo y nos sigan regalando a todos los que vivimos otra vocación, el gozo de entender cómo ama el Señor a su Iglesia. ¡Los bendigo y los encomiendo a todos en la Basílica e Guadalupe esta tarde de martes!
Padre Alfredo.
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