martes, 2 de octubre de 2018

«Ángel de Dios, ángel de mi guarda»... Un pequeño pensamiento para hoy

El día de ayer iniciamos la lectura del libro de Job, que estaremos leyendo hasta el sábado y nos encontramos en él a un modelo admirable de paciencia. Pero hoy, ante unas calamidades —que son más grandes que las de ayer, la enfermedad de la lepra, la hostilidad de sus familiares y amigos— Job sufre una crisis profunda en fe en Dios como la que puede sufrir cualquiera de nosotros (Job 3,1-3.11.16.12-15.17. 20.23), porque ¿quién no se ha visto sin pensarlo o sin planearlo en situaciones tan terrible como esta? En la escena aparecen tres amigos que parece vienen a consolar a este bendito hombre que está sumergido en el dolor, la depresión y la desesperación, pero parece más bien que en lugar de brindarle consuelo lo sumergen más en dudas y hasta lo atacan. Job estuvo siete días en silencio, acompañado de estos amigos, hasta que finalmente prorrumpe en el grito tremendo de rebelión que la lectura de hoy nos presenta. Se le ha derrumbado todo: el apoyo de los suyos, su fe, su concepto de la bondad de Dios. Y se hace la gran pregunta de muchos, la pregunta que dice el Papa Francisco que se vale hacerse: «¿por qué a mí?» El grito de Job es desgarrador, prefiere morir y maldice el día en que nació «¡Maldito el día en que nací, la noche en que se dijo: “Ha sido concebido un varón”! ¿Por qué no morí en el seno de mi madre? ¿Por qué no perecí al salir de sus entrañas o no fui como un aborto que se entierra, una criatura que no llegó a ver la luz? ¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me amamantaron?

¡Qué momentos tan terribles esos en los que la vida parece absurda y detestable! Pero Dios, nunca nos ha dejado solos. Hoy recordamos que todos tenemos un ángel que nos acompaña y que vela por nosotros especialmente en los momentos en que nos sentimos solos y abatidos como Job. La Iglesia celebra hoy a los Santos Ángeles Custodios, esos seres celestiales que nos ayudan a abrazar el plan de nuestra existencia tal como Dios mismo lo diseñó, con un «ministerio» o servicio que ha recibido en la tradición cristiana el nombre de «custodia». Los ángeles, en relación a nosotros, son como hermanos mayores, encargados por el Padre común para conducirnos rumbo a la Patria Celeste. Los ángeles custodios o «ángeles de la guarda», tienen la misión de guiarnos y de apartar de nosotros, en misteriosa medida, los obstáculos del camino. Su «custodia» no consiste en asistirnos y defendernos como lo haría un subalterno, sino en una especie de tutela protectora que se adapta a nuestra libertad humana y que será tanto más eficaz cuanto más nos apoyemos en ella con confianza y buena voluntad. La principal ocupación del ángel de la guarda, nos dice Santo Tomás de Aquino —uno de los más grandes teólogos—, es iluminar nuestra inteligencia: «La guarda de los ángeles tiene como último y principal efecto la iluminación doctrinal» (Suma Teológica I, 113, 2). No hay duda de que cumpliendo esta tarea, hay ángeles buenos que protegen (Dan 6,20-23; 2 Re 6,13-17), que revelan información (Hch 7,52-53; Lc 1,11-20), que guían (Mt 1,20-21; Hch 8,26), que proveen (Gn 21,17-20), y ministran a los creyentes en general (Hb 1,14). Hay muchos más ejemplos de esto en la Escritura. 

Desde el Antiguo Testamento se puede observar cómo Dios se sirve de sus ángeles para proteger a los hombres de la acción del demonio, para ayudar al justo o librarlo del peligro, como cuando Elías fue alimentado por un ángel (1 Re 19,5.) cuya presencia es evidente o en este caso de Job en donde no se explica la acción del ángel de la guarda, pero se percibe cómo es que ayuda a Job a superar la terribilísima adversidad que atraviesa y que parece interminable. En el nuevo Testamento también se pueden observar muchos sucesos y ejemplos en los que se ve la misión de los ángeles: el mensaje a José para que huyera a Egipto, la liberación de Pedro en la cárcel, los ángeles que sirvieron a Jesús después de las tentaciones en el desierto, en fin, son innumerables los pasajes que la Escritura nos brinda sobre su existencia y su misión. Hoy leemos en el Evangelio (Mt 18,1-5.10) que nuestros ángeles custodios «en el cielo, ven continuamente el rostro de nuestro Padre, que está en el cielo» (Mt 18.10). Así, debemos confiar en nuestro ángel de la guarda y pedirle ayuda, pues además de que él nos guía y nos protege, está cerquitita de Dios y le puede decir directamente lo que queremos o necesitamos, porque los ángeles, como nuestros demás hermanos, no pueden conocer nuestros pensamientos y deseos íntimos si nosotros no se los hacemos saber o se los dejamos ver de alguna manera, ya que sólo Dios conoce exactamente lo que hay dentro de nuestro corazón. La beata María Inés Teresa acostumbraba a rezar esta sencilla oración que nos viene bien rezar no solo hoy sino cada día y mejor si lo hacemos bajo el amparo de María, Reina de los Ángeles: «Ángel de Dios, ángel de mi guarda, pues la bondad divina me ha encomendado a tu custodia, ilumíname, guárdame, rígeme y gobiérname. Amén. ¡Bendecido día!

Padre Alfredo.

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