Después de estar leyendo varios días la Carta a los Gálatas —y la continuaremos leyendo durante tres días más— a estas alturas nos debe quedar claro que la Ley era para San Pablo una esclavitud en la medida en que se buscaba en ella justificarse uno mismo, basando todo en el cumplimiento de la letra y por el propio esfuerzo. Esta cuestión es igualmente importante en la primera lectura de hoy (Gal 4,22-24.26-27.31-5,1). Muchos cristianos de diversas denominaciones, entre ellos por supuesto algunos católicos, en lo que a esto se refiere, se han quedado en la «antigua Alianza», porque no viven en libertad, sino en el miedo de Dios, en el ansia de las «obligaciones y preceptos» que hay que cumplir. De hecho hay personas que para referirse al precepto dominical de asistir a Misa dicen: «yo ya cumplí». La vivencia de nuestra religión no puede ser una cosa «opresora», una carga que hay que cumplir en compromisos que solamente son externos y están marcados por la Ley. El «cumplimiento auténtico» de los preceptos de nuestra fe nos deben de llevar a vivir en la alegría y en la libertad. Para san Pablo, ser de veras «hijo de Dios» es ser «libre», es tener con el Padre unas relaciones tan inmediatas en donde no hay espacio para el miedo, y donde la ley no es una ley escrita y exterior alienante: «¡ama, y haz lo que quieras!» será la traducción de san Agustín de toco esto. Hoy San Pablo utiliza una comparación, que él mismo considera como una alegoría. Abrahán tuvo dos mujeres: una era esclava, Agar, que fue la madre de Ismael; la otra, era libre, Sara, de la que, según la promesa, nació Isaac (cf. Gn 16 y 21). Los que viven bajo la ley son como Ismael, hijo de Agar, la esclava; los que son libres viven como el hijo de Sara, la mujer libre. Aquí la cuestión sería preguntarnos: ¿vivo el cristianismo, mi relación con Jesús y el Padre en el Espíritu Santo con corazón libre, de hijo, de hermano, de enviado, o con actitud de miedo, de esclavo?
En la vivencia de nuestra fe, de acuerdo a nuestra religión en la liturgia, en la teología, en la organización de la misma Iglesia y según nuestra vocación específica, en la apertura al mundo hemos de vivir movidos por el Espíritu del Señor que es Espíritu de amor y «de libertad». A Jesús, desde que estaba entre nosotros, le gustaba que la gente viviera en esa libertad, no le agradaba la idea de que le pidieran «signos» y milagros. Quería que le creyeran a él libremente por su palabra, como enviado de Dios, no por las cosas maravillosas que pudiera hacer. Aunque también las hiciera. Así se entiende que en el Evangelio de hoy le diga a toda esta gente que el único «signo» que les va a dar es el de Jonás, añadiendo luego el ejemplo de la reina de Saba que libremente fue al encuentro de la sabiduría de Salomón, quejándose de la poca fe de muchos de los que le rodeaban y cumplían aparentemente la Ley (Lc 11,29.32). San Lucas pone a Jonás como alguien que fue signo, sin milagros, apoyado solamente en la Palabra de Dios que obedeció finalmente, con libertad y que hizo que los paganos supieran reconocer la voz de Dios en los signos de los tiempos. Cristo vivía en medio de un pueblo que pedía milagros. Puede quedar retratada aquí nuestra generación, cuyo afán, en una sociedad globalizada, de búsqueda de cosas espectaculares y sensacionales, apariciones y revelaciones, es también insaciable. Pero sabemos que el signo mejor que nos ha concedido Dios es Cristo mismo, su persona, su palabra, su testimonio de libertad.
El 4 de julio de 2013, el Papa Francisco, en su homilía en la capilla de la Casa de Santa Martha, dijo que si existiera un «documento de identidad» para los cristianos, ciertamente la libertad figuraría entre los rasgos característicos de ésta. «Nadie nos puede privar de esta identidad», puntualizó el Papa y al finalizar su homilía exclamó: «Esa es la raíz de nuestra valentía: soy libre, soy hijo, el Padre me ama y yo amo al Padre». Por eso Jesús se alza contra la dicotomía rancia que marca la religión caduca y decrépita de los fariseos, llena de multitud de normas y leyes que se quedan solo en la letra muerta, con la intención de separar lo sagrado de lo profano, lo religioso de lo humano. Desde que el Hijo de Dios se hizo hombre, el tiempo sagrado y el tiempo humano se han diluido para dar paso al único tiempo, el que viven y gozan los hijos de Dios en libertad. Dios se une con lo cotidiano de los hombres, ya no hay que buscar a Dios fuera del futuro del hombre. El único culto agradable a Dios nace de vivir en libertad esa filiación divina en el corazón del hombre y no hay más normas o leyes que la del amor y de allí se desprende todo en la vida: «Ama y haz lo que quieras». Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, la mujer libre, dueña de sí misma, madura, nos acompañe en nuestro caminar como Pueblo de Dios y nos ayude a ser discípulos–misioneros de la verdad; de esa auténtica verdad que hace libres y capacita para liberar a los demás como ella misma proclama en el Magnificat: «Desde ahora —es decir desde el momento que ha desposado «libremente» el plan de Dios sobre ella y el mundo— todas las generaciones me llamarán bienaventurada Sí, que seamos libres para amar, servir, ser felices y hacer felices a los demás. ¡Bendecido lunes!
P. Alfredo.
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