¿No se parece eso un poco a lo que se vive hoy en la Iglesia? ¿Por qué asustarse de estas situaciones que si dejamos que nos opriman paralizan la práctica de la fe que se manifiesta en el amor a la Iglesia fundada por Jesucristo? El amor a Cristo y a su Evangelio en la Iglesia es lo que más ama San Pablo. El término «Evangelio» está escrito siete veces en la página que leemos hoy y sesenta y una vez en el conjunto de las cartas escritas por el Apóstol de las Gentes. San Pablo escribe, convencido de su fe, esta carta dura y polémica y de entrada la liturgia de hoy nos lleva a la primera página (Gal 1,6-12), sin detenerse siquiera en el saludo para ir al tema central: «Me extraña mucho que tan fácilmente hayan abandonado ustedes a Dios Padre, quien los llamó a vivir en la gracia de Cristo, y que sigan otro Evangelio». San Pablo desautoriza «duramente» a estos falsos maestros que se han infiltrado en Galacia: «si alguien, yo mismo o un ángel enviado del cielo, les predicara un Evangelio distinto del que les hemos predicado, que sea maldito» (Gal 1,8), y enseguida insiste: «Se lo acabo de decir, pero se lo repito: si alguno les predica un Evangelio distinto del que ustedes han recibido, que sea maldito» (Gal 1,9). Porque el Evangelio que enseñó san Pablo «no es un invento humano», pues como dice: «no lo he recibido ni aprendido de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gal 1,12).
La Iglesia ha transmitido al mundo, a lo largo de la historia, la verdad que ha aprendido de la fuente misma de la revelación: Cristo. A través de esa tradición viva que lleva más de dos mil años, esta Iglesia, intenta serle fiel a su fundador y, si es el caso, defender la pureza de esa fe contra posibles desviaciones en una dirección o en otra. Los interrogantes de ayer y hoy pueden ser de distinta naturaleza. Siempre, como vemos en la primera lectura de hoy, existirá la tentación de configurar la doctrina de Jesús según diversos gustos y mentalidades. O sea, la tentación de crear «un evangelio de origen humano», que tenga el aplauso de muchos, pero con una imagen de Dios reducido a nuestros criterios. Hoy, en una de las páginas más felizmente redactadas y famosas del evangelio: la parábola del buen samaritano, que sólo nos cuenta Lucas (Lc 10,25-37), un letrado hace una buena pregunta: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» (Lc 10,25). Y Jesús hace que el letrado llegue por su propia cuenta a la conclusión del mandamiento fundamental del amor. Si amo a Cristo, amo a su Iglesia y entonces, la voz de Jesús suena hoy claramente para mí: «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37). Ante una Iglesia que ha sido golpeada, atacada fríamente por algunos de fuera y otros de dentro; ante una Iglesia a la que veo tirada en el camino, abandonada por algunos que han pasado de largo... ¿qué hago yo ahora?, ¿cómo la miro cuando la tengo tan de cerca?, ¿a quien o a dónde acudo para curar sus heridas?... y entonces corro al regazo de María, pensando en tantos santos de la Iglesia que eso han hecho en medio de situaciones como la que vivimos, y le pido que su divino Hijo, el «Buen Samaritano», nos renueve a todos en la Iglesia conforme a su imagen, sabiendo que Él, dirige, compasivo, nuestros pasos por las sendas del único y verdadero Evangelio que tenemos, para que nos conceda el don de la caridad para amar a la Iglesia y serle fiel. Recurro a María, porque ella, la Madre de Dios, —como decía San Alberto Magno— «no es una mera ayudante». Es, como Madre de la Iglesia, cooperadora y compañera. Participa en nuestra vida eclesial exactamente igual a como participó en los sufrimientos del Señor por todo el género humano. En este mes del Rosario, cuya fiesta hemos celebrado ayer día 7, no dejemos de invocarla, con ese hermoso rezo, la oración «bajo tu amparo» y pidamos, como también lo suplica el Papa Francisco, la asistencia de San Miguel Arcángel que venga a librarnos de las insidias y las asechanzas del demonio, que solamente busca dividir y entristecer a quien se deje atrapar. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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