Se dice y se escucha por aquí y por allá que la Iglesia está en crisis, que la Iglesia Católica enfrenta una de las peores tempestades de la historia. En diversas partes del mundo hay católicos atrapados entre dos alternativas: abandonar la Iglesia o quedarse en ella. Las desagradables luchas entre tradicionalistas y progresistas y la situación de inestabilidad causada por la crisis de la ideología de género alienan más todavía a los que están atrapados en el medio de esos extremos. Muchos que aman y desean servir a la Iglesia se sienten profundamente desilusionados o heridos. Hoy y durante semana y media, estaremos leyendo en Misa —como primera lectura— una de las cartas de San Pablo, la carta a los Gálatas. Una carta que fue escrita en plena «crisis» de la Iglesia primitiva. Algunos cristianos de origen judío, ciertamente extremistas, pretendían imponer a los cristianos de origen pagano, un cierto número de ritos tradicionales de la ley de Moisés por un lado y, por otro, no faltaba quienes, de entre los llegados del paganismo, se habían relajado en la vivencia de la fe acomodándose a los criterios del mundo. San Pablo se da cuenta de que es el meollo mismo de la fe cristiana lo que está en juego en medio de las divisiones y confusiones. Si se va a los extremos la novedad de Cristo queda reducida a la nada. Por su parte, los que se sentían pluscuamperfectos y cumplidores, y que venían del judaísmo, acostumbrados al cumplimiento de la ley, habían buscado desacreditar a Pablo, insinuando que no poseía la verdadera doctrina: «después de todo, ese Pablo, ¿con qué derecho introduce novedades en la tradición de Moisés?, no forma parte del grupo de los Doce que vivieron con Jesús, y, además, ¡es un antiguo perseguidor!» Pablo responde a todo eso con esta carta.
¿No se parece eso un poco a lo que se vive hoy en la Iglesia? ¿Por qué asustarse de estas situaciones que si dejamos que nos opriman paralizan la práctica de la fe que se manifiesta en el amor a la Iglesia fundada por Jesucristo? El amor a Cristo y a su Evangelio en la Iglesia es lo que más ama San Pablo. El término «Evangelio» está escrito siete veces en la página que leemos hoy y sesenta y una vez en el conjunto de las cartas escritas por el Apóstol de las Gentes. San Pablo escribe, convencido de su fe, esta carta dura y polémica y de entrada la liturgia de hoy nos lleva a la primera página (Gal 1,6-12), sin detenerse siquiera en el saludo para ir al tema central: «Me extraña mucho que tan fácilmente hayan abandonado ustedes a Dios Padre, quien los llamó a vivir en la gracia de Cristo, y que sigan otro Evangelio». San Pablo desautoriza «duramente» a estos falsos maestros que se han infiltrado en Galacia: «si alguien, yo mismo o un ángel enviado del cielo, les predicara un Evangelio distinto del que les hemos predicado, que sea maldito» (Gal 1,8), y enseguida insiste: «Se lo acabo de decir, pero se lo repito: si alguno les predica un Evangelio distinto del que ustedes han recibido, que sea maldito» (Gal 1,9). Porque el Evangelio que enseñó san Pablo «no es un invento humano», pues como dice: «no lo he recibido ni aprendido de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gal 1,12).
La Iglesia ha transmitido al mundo, a lo largo de la historia, la verdad que ha aprendido de la fuente misma de la revelación: Cristo. A través de esa tradición viva que lleva más de dos mil años, esta Iglesia, intenta serle fiel a su fundador y, si es el caso, defender la pureza de esa fe contra posibles desviaciones en una dirección o en otra. Los interrogantes de ayer y hoy pueden ser de distinta naturaleza. Siempre, como vemos en la primera lectura de hoy, existirá la tentación de configurar la doctrina de Jesús según diversos gustos y mentalidades. O sea, la tentación de crear «un evangelio de origen humano», que tenga el aplauso de muchos, pero con una imagen de Dios reducido a nuestros criterios. Hoy, en una de las páginas más felizmente redactadas y famosas del evangelio: la parábola del buen samaritano, que sólo nos cuenta Lucas (Lc 10,25-37), un letrado hace una buena pregunta: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» (Lc 10,25). Y Jesús hace que el letrado llegue por su propia cuenta a la conclusión del mandamiento fundamental del amor. Si amo a Cristo, amo a su Iglesia y entonces, la voz de Jesús suena hoy claramente para mí: «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37). Ante una Iglesia que ha sido golpeada, atacada fríamente por algunos de fuera y otros de dentro; ante una Iglesia a la que veo tirada en el camino, abandonada por algunos que han pasado de largo... ¿qué hago yo ahora?, ¿cómo la miro cuando la tengo tan de cerca?, ¿a quien o a dónde acudo para curar sus heridas?... y entonces corro al regazo de María, pensando en tantos santos de la Iglesia que eso han hecho en medio de situaciones como la que vivimos, y le pido que su divino Hijo, el «Buen Samaritano», nos renueve a todos en la Iglesia conforme a su imagen, sabiendo que Él, dirige, compasivo, nuestros pasos por las sendas del único y verdadero Evangelio que tenemos, para que nos conceda el don de la caridad para amar a la Iglesia y serle fiel. Recurro a María, porque ella, la Madre de Dios, —como decía San Alberto Magno— «no es una mera ayudante». Es, como Madre de la Iglesia, cooperadora y compañera. Participa en nuestra vida eclesial exactamente igual a como participó en los sufrimientos del Señor por todo el género humano. En este mes del Rosario, cuya fiesta hemos celebrado ayer día 7, no dejemos de invocarla, con ese hermoso rezo, la oración «bajo tu amparo» y pidamos, como también lo suplica el Papa Francisco, la asistencia de San Miguel Arcángel que venga a librarnos de las insidias y las asechanzas del demonio, que solamente busca dividir y entristecer a quien se deje atrapar. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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