viernes, 12 de octubre de 2018

«Bendecidos en Cristo por la fe»... Un pequeño pensamiento para hoy


Abraham, que originalmente llamó a Abram, fue un gran patriarca de Israel, y todos sabemos que algo de lo que caracteriza en la Historia de Salvación es la fe. La Biblia describe a Abraham como un hombre que lucha a confiar en las promesas de Dios. Él es «¡el hombre que le creyó a Dios!» (Gal 3,9) y a él Dios le había dicho: «¡En ti serán bendecidas todas las naciones!» (Gén 12,3;18,18;22,18;26,4;28,14). Pero más allá de pensar en una descendencia física como padre de las naciones, se hemos de ir a la dimensión espiritual de este gran misionero en la Biblia. El Nuevo Testamento menciona a Abraham más que cualquier otra figura del Antiguo Testamento, excepto Moisés, y destaca su importancia como un hombre de fe. Por eso San Pablo reconoce la continuidad en el proyecto de Dios. La Biblia de los judíos, el Antiguo Testamento, es también la Escritura sagrada de los cristianos y se refiere a Abraham hoy (Gal 3,7-14) conectado con el mismo evangelio que predicó (Gal 3,8). La bendición llegó a la humanidad a través de Cristo, «el hijo de David, el hijo de Abraham» (Mt 1,1) y todos los que creen en Cristo son los hijos de Abraham, incluso los gentiles. Ellos también son «la simiente de Abraham, y herederos según la promesa» (Gálatas 3,29). De hecho, la fe en Cristo es más importante que la descendencia física cuando se trata de determinar quiénes son los hijos de Abraham en realidad (Jn 8,33). Las promesas de Dios a Abraham y el resto de los patriarcas encuentran su cumplimiento único en Cristo (Hch 3,25-26), que será anunciado a todas las naciones. 

La fe de Abrahán es un modelo para todos. Él era pagano cuando fue llamado a una misión que no terminaba de entender. Pero se fio totalmente de Dios y emprendió una peregrinación, una «aventura» confiando en Dios, la aventura de la fe. Eso es precisamente lo que le hace modelo de quienes creemos en Dios. El Señor no le eligió por sus méritos anteriores. San Pablo, poniendo de ejemplo a Abraham, nos dice que la ley del Antiguo Testamento no salva a nadie si se entiende meramente como un cumplimiento de leyes y de obras externas que no llegan ni a la mente ni al corazón. Incluso los que se salvaron antes de Cristo, se salvaron por su fe, no por el cumplimiento de tal o cual cosa que hasta un corazón desentendidamente frío puede realizar. Por eso el Apóstol nos invita a centrar nuestra espiritualidad no en las cosas meramente cumplidas en ritos sino en nuestra apertura a la gracia de Dios. A nosotros también se nos pide una fe absoluta en Dios, en su Hijo Jesús, una fe que ciertamente comportará obras de fe y una conducta coherente: pero no es la conducta la que nos salva, sino la gracia de Cristo. No llevamos contabilidad de las cosas buenas que estamos haciendo por Dios. Ningún padre o madre de familia llevan cuentas de lo que hacen por sus hijos, así como un verdadero amigo tampoco lleva cuenta de los favores que hace a quien quiere. A nosotros, dice San Pablo, no nos salvará el mero cumplimiento de la ley, aunque seguramente la cumplimos con gusto al hacer vida los mandamientos en nuestro diario vivir, y vaya que lo hacemos con amor, pero, no debemos olvidar la gratuita generosidad de Dios que le da sentido a lo que somos y hacemos como sus hijos. 

El Evangelio de hoy nos recuerda a todos aquellos que acaparaban para sí todo el buen nombre de quien cumple la ley, esos que buscaban prestigio y la admiración. San Lucas nos recuerda que ése era su objetivo al dar limosnas o al ofrecer consejos según esto para hacer algo bueno por los demás (Lc 11,15-26). Cuando se presenta Jesús que da generosamente y no espera nada a cambio, ellos lo tildan de «demonio», de hombre descreído y poseído por el mal. Actuaban así, porque era una manera fácil de desprestigiar y eliminar al oponente. Sin embargo, Jesús los enfrenta con la verdad: sólo se puede hacer el bien en nombre del Dios de la Vida en que se pone toda la confianza. Toda la vida de Jesús revela que Él, lleno de fe, actúa con el poder de Dios para hacer que el bien reine en la humanidad. Todo lo que hace es signo de que el Reino de Dios está presente en medio de nosotros. Por eso el reino de las tinieblas es vencido. Sin embargo, hay que seguir luchando contra el mal porque somos frágiles e inestables y podemos volver a caer. Tener una falsa seguridad en nuestra vida, con respecto a la Salvación, nos puede llevar a volver a caer en las garras de las fuerzas del mal. Por eso, hay que mirar el ejemplo de Abraham y de todos los que, como él, creyeron ya. Nuestra vida de fe no puede convertirse en un simple juego; no podemos adecuarnos a la hipocresía de nuestros tiempos, que en muchos que se dicen creyentes aparece una fe «aparente» que les hace aparecer cercanos a Dios, pero llevando en realidad una vida lejos de Él. Es entonces cuando debemos entender lo que implica vivir de fe como Abraham, como María, como tantos santos. Si hemos hecho nuestra la vida de Dios por la fe, no podemos dejar que se vacíe nuestro corazón; permitámosle a Dios, manteniendo viva esta misma fe, que Él sea quien habite siempre en nosotros, de tal forma que, ocupados por Dios en todo momento, nuestra mente y nuestro corazón, no den espacio para que nuevamente posesión en nuestro interior el autor del pecado. ¡Bendecido viernes, «Día de la Raza»! 

Padre Alfredo.

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