Hoy San Pablo dice a los Efesios: «Los exhorto a que lleven una vida digna el llamamiento que han recibido» (Ef 4,1-6) y yo gozoso le doy gracias a Dios que ayer me permitió recordar y revivir ese llamamiento al tener la Santa Misa en el Templo en donde por primera vez celebré la Eucaristía. ¡Qué alegría regresar a ese santo lugar en el que mi llamado se consolidó en la vocación sacerdotal! San Pablo me hace agradecer esta mañana de nuevo el don del llamamiento no sólo como un recuerdo hermoso de aquel primer día, sino como una convicción que me ha comprometido como a él, en todo mi ser, y que me ha llevado, desde aquel día a adoptar unos comportamientos muy concretos, muy prácticos y muy aplicables en mi vida misionera. ¡Cómo le pedí al Señor, a los pies de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás, que toda mi vida sacerdotal se plasme en una entrega concreta, humilde, modesta y pequeña, pero, sostenida siempre por el «Dinamismo Trinitario» de nuestro Dios! La aplicación del misterio a mi vida como sacerdote, pide que pase por este mundo como pide esta sublime vocación a la que sido indignamente llamado.
¡Qué difícil la tarea de San Pablo en estas palabras que se dirigen no solo al sacerdote! Buscar con esta exhortación la unidad de aquellos primeros creyentes. Pero, que difícil también la tarea del apóstol de hoy. La cuestión sigue siendo difícil también hoy, porque nuestras debilidades y miserias hacen que la Iglesia no esté tan radiante de fe y de amor como debería estar, y que no presente una imagen de unidad como la que San Pablo quisiera. Tenemos una lista maravillosa de motivos por los que deberíamos estar unidos, pero no lo estamos del todo, ni con los otros cristianos ni entre nosotros mismos. San Pablo no nos habla de una mera coexistencia pacífica y civilizada, sino de raíces de fe que sostienen cada vocación específica y se concretan en una convivencia amorosa que construye el Reino y que crea un ambiente de fraternidad y de credibilidad para el mundo. Muchos de nosotros, en la Iglesia, reconocemos en Jesús al Mesías. Pero seguimos, tal vez, sin reconocer su presencia en tantos «signos de los tiempos» y en tantas personas y acontecimientos que nos rodean, y que, si tuviéramos bien la vista de la fe, serían para nosotros otras tantas voces de Dios que fortalecerían más nuestra condición de discípulos–misioneros.
Desde anoche me he puesto a pensar: ¿Qué espera la gente de hoy de un sacerdote? ¿Qué tiene que ser el discípulo–misionero para el mundo de hoy? Y voy ahora al Evangelio de hoy (Lc 12,54-59). Pienso en aquellas multitudes que esperaban un caudillo poderoso, rodeado de atributos divinos que les resolviera la vida a la carta. Esperaban de Cristo señales eficaces, eficientes y efectivas, una intervención portentosa por parte de Dios y de su Mesías en medio de la diaria historia del pueblo. Jesús los tilda de hipócritas, sabiendo que la hipocresía era el fermento o levadura de los dirigentes religiosos (cf. Lc 12,1). Las multitudes oprimidas habían oído decir que Jesús hacía frente al sistema teocrático de Israel y habían ido en su busca para convertirlo en su líder. Esto les impedía interpretar correctamente los signos claros y transparentes que les iba dando: el Mesías no vino a hacer la revolución al estilo de los hombres, para que otros se aprovechen de la subversión de la sociedad. El Mesías invirtió la escala de valores de la sociedad, pero condicionando su plena realización al cambio profundo de la mentalidad de cada uno: «Y ¿por qué no juzga ustedes mismos lo que se debe hacer?» (Lc 12,57). Es necesario eliminar todo lo que nos enemista con el hermano y cómo cuesta. ¿Cómo se alcanza esa meta? Contando con la propia voluntad positiva y con el río de gracia que el señor nos envía, por eso es necesario que cada uno viva su vocación específica al cien, con la dignidad que el llamamiento merece. El celebrar la Eucaristía en el mismo lugar en donde celebré por primera vez, me ha dejado un tiempo de reflexión y me ha invitado a re-estrenar la vocación. Bernard Lonergan, el eminente teólogo de la segunda mitad del siglo XX y que me sacó las primeras canas en mi vocación, hablaba de cuatro preceptos trascendentales para ser fieles al llamamiento, y creo que cabe citarlos aquí, como un modo de disponernos a leer la vida como Jesús, como María, como San Pablo y tantos más para vivir plenamente nuestra vocación específica. Se trata de decidirnos a ser más atentos, más inteligentes, más razonables y más responsables, de acuerdo a llamamiento que hemos recibido. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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