Ayer, en esta «Selva de cemento», de diversas formas la sociedad recordó la funesta matanza de Tlatelolco de la que después de 50 años no existen respuestas concretas sobre lo que les pasó a los cientos de desaparecidos en la famosa Plaza de las Tres Culturas. Aquel 2 de octubre de 1968 nos recuerda la falta de verdad en la que vivimos en este país y en el mundo entero. La conocida escritora y periodista Elena Poniatowska es una de las voces de referencia sobre el movimiento estudiantil de 1968 en México. Su libro, "La Noche de Tlatelolco", recoge los testimonios de la matanza de cientos de estudiantes y otras personas que marcó la historia del país. Ella llegó al lugar de los hechos la mañana siguiente de la matanza y consignó lo que luego entregó en sus escritos. Pero, la verdad es que 50 años después, es muy poca la información de lo que realmente sucedió. ¿Por qué pasó eso tan horrible? ¿Cuál es el número de personas detenidas y desaparecidas? ¿Cómo es posible que el hombre llegue hasta estos acontecimientos? Este es un capítulo oscuro en la historia reciente de México y en la historia de la humanidad, un capítulo carente de información y de voluntad para revelar lo que realmente ocurrió. El hombre, en general, ayer y ahora, no vive en paz, la libertad es siempre algo muy relativo. Faltaban 10 días para la inauguración de los juegos olímpicos de aquel año con sede en este mismo lugar y a los pocos días parecía que nada había pasado.
Las Olimpiadas se desarrollaron bajo un contexto de consternación, tanto atletas mexicanos como extranjeros afirmaban no tener conocimiento sobre lo ocurrido el 2 de octubre, pero según la misma Elena Poniatowska asegura que algunos competidores si se enteraron de la matanza. Al final de aquellos juegos que muchos, aunque éramos pequeños recordamos, México logró 9 escasas medallas, como la de plata en 20 km caminata de José Pedraza, o Felipe Muñoz Kapamás, quien obtuvo la presea de oro en 200 metros pecho en natación, pero ni la gloria que ellos escribieron en la historia del deporte mexicano, pudo reducir el olor a muerte de aquel 2 de octubre de 1968. Leyendo hoy el libro de Job —primera lectura de Misa de toda esta semana— y pensando en las manifestaciones que se dieron el día de ayer recordando aquel nefasto momento, nos podemos preguntar con él: ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué el sufrimiento del justo y del inocente? ¿El Todopoderoso no puede impedir el desamparo y las torturas que se infligen a los inocentes? (Job 9,1-12.14-16). El mal existe. ¡Es inútil huir! ¡Es inútil no querer verlo! ¡Es inútil refugiarse o cegarse para no enfrentarlo! La primera impresión de Job es admirable en alguien que no conocía a Cristo, como hoy lo conocemos nosotros. Job nos enseña que a Dios, no se le piden cuentas. Esta es la confesión de nuestra impotencia radical a comprenderlo todo. El hombre moderno, tal vez más que el antiguo, se siente perturbado por el mal, precisamente porque se ha creído «dueño de todo». Creyéndolo todo explicado no admite ciertos dominios irracionales, puntos oscuros, enfermedades que se le resisten, o avalanchas destructoras. Job reconoce humildemente que la pretensión de saberlo y conocerlo todo es ridícula. ¿Es incomprensible el sufrimiento? Pero, ¡el universo tiene también otras incógnitas! Es el hombre tan pequeño. De «miles» de problemas planteados y de sucesos acontecidos, el hombre ha resuelto «algunos», pero subsiste el misterio, lo desconocido.
La tierra no es el espacio permanente del ser humano. Todos caminamos hacia la muerte y aquellos que quieran seguir los criterios de Dios se apuntan al mismo destino de Jesús, encarnarse en el Amor para dar el salto a la vida eterna, sabiendo que no hay un lugar en la tierra que esté libre del mal porque el enemigo anda suelto siempre, «como león rugiente, y ronda buscando a quien devorar» (cf. 1 Pe 5,8). Jesús nos dice en el Evangelio de hoy (Lc 9,57-62) que él no tiene casa, ni ciudad, ni pueblo; ni siquiera lo que poseen los animales y que usan por instinto. Él es el que camina, el Hijo del hombre cuya patria no es esta tierra que siempre se debate entre la guerra y la paz. Hoy, al recordar aquel 2 de octubre, del que directamente he escuchado varias veces de mi padre lo que él vivió en aquel día, el «deja que los muertos entierren a sus muertos» me habla y reafirme en una verdad consoladora. El Reino es más que las barbaridades que podamos ver aquí; el Reino es el amor de Dios que desborda todos los estratos de la paz artificial que el mundo quiera construir en nuestra casa común. Por eso, hoy amanezco pensando en la exigencia de Jesús que invita a superar todos los planos de la vida del hombre sobre el mundo. Sólo cuando se haya descubierto este misterio, cuando el amor y el sufrimiento del Reino aparezcan en su hondura transformante y salvadora, se comprenderá el valor del amor y no ofertará simplemente el cariño biológico o cerrado de este mundo, sino todo aquel misterio del amor fecundo y desprendido que Jesús quiso transmitirnos. Descansen en paz tantos muertos, todos esos, como los 43 de Ayotzinapa, los más de doscientos mil en Ruanda, los tantos otros que murieron Armenia, en Camboya, en Ayacucho, en Auschwitz, en Bosnia… en fin. En medio de esta vista tan corta del hombre que a fuerza de sentirse instalado y dueño de todo causa daños tan graves, ayer me fijaba en los ojos de la Virgen Morena con carita inclinada mirando a quienes desde abajo la seguíamos pasando por la banda transportadora en la Basílica del Tepeyac, y sentía esa mirada fija, consoladora, como diciéndonos: Déjense de buscar el sentido de la vida aquí… vean a mi Hijo que sin tener nada en este mundo, nos lo da todo. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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