El hombre es un ser frágil y dependiente. El Señor formó al hombre de la tierra y de nuevo lo hará volver a ella. Le dio un tiempo determinado y unos días contados. «Bien sabe él de lo que estamos hechos —dice el salmista— y de que somos barro no se olvida (Sal 102 [103]). Pero a pesar de la fragilidad del ser humano, el Señor lo revistió de una fuerza como la suya y lo hizo a su imagen. Le dio juicio, una lengua, ojos, oídos y un corazón para amar y pensar. El autor del Eclesiástico (Sirácide) nos lo recuerda hoy (Eclo 17,1-13). Tuvo compasión de él, le enseñó el bien y el mal. Le miró al corazón y a cada cual le dio órdenes respecto de su prójimo. Puso su mirada en el corazón de cada hombre, para mostrarnos así las grandezas de sus obras, por eso estamos llamados a alabar su nombre santo, narrando la grandeza de sus obras y lo excelso de su compasión por nosotros. El hombre es el cantor de la creación y de la compasión que el Señor tiene por la naturaleza y en especial por nosotros, los seres humanos. El hombre, por su inteligencia, es el único que puede elevar conscientemente a Dios la acción de gracias del conjunto del cosmos y de su acción misericordiosa. Todo proviene del Señor. Por eso, las obras del Señor están sometidas a un orden, a una especie de mandamiento del que no se pueden apartar.
Tanto el salmista, como el Ben Sirá se admiran, con un corazón de niño, de la misericordia, la compasión y el amor entrañable de nuestro Dios y los expresan con la admiración que un niño al que llevan al campo se siente al contemplar las estrellas del firmamento que en las grandes ciudades, como esta selva de cemento, es imposible contemplar debido al smog que oculta la belleza del firmamento. La creación es distinta de lo que muchos pequeños logran hoy mirar. El otro día me dijo una niña del catecismo, como de unos 8 o 9 años, que ella nunca había visto una vaca «de a deveras», mientras aprendía, en la primera clase de su doctrina cristiana que, tras ordenar los cielos «el Señor se fijó en la tierra», la contempló con una mirada especialmente bondadosa «y la colmó de sus bienes» llenándola de vida. Qué hermoso recordar y contemplar hoy con el salmista que el Señor formó al hombre de la tierra sin liberarlo del polvo, ya que le hace volver de nuevo a ella. El hombre es el único ser de la creación que el Señor «hizo a su propia imagen». Ha recibido inteligencia, lengua y ojos, oídos y corazón, capacidad para conocer y distinguir el bien y el mal.
Pero hoy, cuando nos miramos a nosotros mismos en las inmensas multitudes de las grandes metrópolis o cuando observamos la tecnología desbordante que nos rodea no podemos menos de preguntarnos qué ha sido del hombre que salió de las manos del Señor como imagen suya. En el Evangelio (Mc 10,13-16), le presentan a Jesús unos niños para que los toque; pero los discípulos los reprendían. Viendo aquello Jesús se enojó... y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos. Marcos ha notado que Jesús se enojó... Marcos dice que los abrazaba, tal vez porque Jesús sabe que se necesita un corazón de niño para poder asombrarse de cada detalle de la vida, de cada detalle de la obra de su creación. Jesús que se enoja porque no está de acuerdo en hacer a un lado a los pequeños que son siempre esperanza. Él, con ternura, amor y sensibilidad, los abraza... Para Jesús ninguno es insignificante: el ser humano mas pequeño, el más débil, el más indefenso, es el más sagrado porque ha sido creado para alcanzar el Reino de los Cielos: «Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios es de los que son como ellos» (Mc 10,14). Hoy es sábado, el día de la semana en que de una manera especial contemplamos a María, la mujer sencilla que se sabe creada por Dios, que se sabe amada y elegida. A ella dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón, pero con una actitud sencilla y humilde, como la de un pequeño niño que se admira al ver la obra de la creación. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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