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Por otro lado, el desierto en la Escritura aparece como el espacio en el que se goza de una especial intimidad con Dios: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón», le hace decir Oseas a Yahvé (Os 2,14). En este lenguaje teísta, el profeta nos enseña que en el desierto se hace presente Dios para hablar al corazón del pueblo. En un lenguaje no religioso (o trans-religioso), eso significa que, cuando el desierto nos ha «obligado» a soltar nuestras falsas identificaciones, se nos hace presente Aquello inefable, lo único permanente que, no solo nos sostiene en todo momento, sino que nos constituye.
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Pero no deja de ser el desierto un lugar ambiguo, que puede ser ocasión de salvación o de perdición, porque en él se puede encontrar a Dios, pero también a los demonios. «El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18)» (Mensaje para la Cuaresma 2019 del Papa Francisco).
El desierto, para el creyente, es experiencia de la fuerza vivificadora de Dios, que da el maná juntamente con su Palabra. Para el pueblo de Israel el desierto es, en el Antiguo Testamento, un lugar de encuentro con Dios, una oportunidad. No recuerda el pueblo el desierto como maldición, ni como castigo, ni como un simple sufrimiento pasajero. El desierto es, sencilla y llanamente, lo que es, ni más ni menos: Es silencio, soledad, aridez, tentación, prueba, espacio de reflexión para experimentar el amor de Dios que no abandona. El desierto nos muestra con crudeza la fragilidad de ser humano, su indigencia, su inconsistencia radical, su transitoriedad, lo que le debe llevar a reconocer la dependencia en una doble dirección: en relación a los demás y en relación a Dios. ¿Y dejamos que Dios sea Dios o lo acomodamos a nuestros intereses y expectativas?
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La atracción del desierto es algo místico. Es el lugar donde mejor se descubre el conflicto de las pasiones del ser humano. En el desierto la Palabra de Dios se convierte en maná que nutre y en agua que apaga la sed. Ir al desierto es caminar con Dios hacia la libertad, abandonando los valores esclavizantes de la sociedad. En el desierto, tierra sin caminos, se comprende mejor que el camino de Dios es su actividad salvadora. Recorrer los caminos de Dios es actuar siempre según su voluntad.
Por eso, para todo católico, la primera parada de la Cuaresma debe ser el desierto. El desierto como lugar trascendente. Cada año, en la Iglesia, somos convoca-dos en Cuaresma a ir al desierto, es decir, a buscar un espacio de purificación, de penitencia íntima del espíritu. Somos invitados a ir al lugar de la lucha entre Dios y el ángel del mal, al lugar de la tentación, porque solamente cuando nos despojamos de cosas queridas y nos exiliamos de nosotros mismos, comenzamos a tener a Dios a la vista y a mirar con una visibilidad nueva a los hombres. El pueblo de Dios es pueblo peregrino, caminante, exiliado, que sabe que nunca puede instalarse definitivamente en el desierto, porque está devorado por la inmensa nostalgia de la tierra prometida. El desierto es la gran pedagogía de Dios, que educa a su pueblo para la eternidad.
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El desierto es un espacio, un momento, un lugar que nos zarandea y nos desnuda porque desenmascara nuestras falsas seguridades. ¡Habíamos puesto nuestra seguridad en algo incapaz de otorgarla! Por eso, en un primero momento, somos llevados en la Cuaresma a buscar nuestras raíces más profundas. Cuando ese re-corrido se vive adecuadamente, es probable que al final podamos constatar lo que decía el filósofo Søren Kierkegaard (1813-1855), que afirma: «me habría ido al fondo si no hubiera ido al fondo». En efecto, antes o después, el desierto nos conduce hacia el fondo estable y quieto, aquello que queda cuando hemos soltado —voluntaria o involuntariamente— todo lo que está de más.
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Cuarenta años anduvo Israel por el desierto, cuarenta días estuvo Jesús en el desierto, cuarenta días debemos como Iglesia vivir en el desierto. De lo que se trata, entonces, es de una experiencia de desierto, bastante conocida en la tradición monástica y en la tradición mística. Pero no es una experiencia exclusiva de monjes y místicos, sino que está al alcance de todos nosotros.
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Jesús quiso revivir las etapas que había atravesado el pueblo de Dios: por eso fue llevado por el Espíritu al desierto para ser sometido a la prueba. Pero a diferencia de sus antepasados, Jesús supera la prueba y permanece fiel. Él, en medio del desierto, es el agua viva, el pan del cielo, el camino y el guía, la luz en la noche, la serpiente que da vida a todos los que la miran para ser salvados. En Él hemos superado la prueba, en Él tenemos la comunión perfecta con Dios. «La “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3). Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo ca-mino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21)» (Mensaje para la Cuaresma 2019 del Papa Francisco).
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«En aquel tiempo, Jesús regresó del Jordán lleno del Espíritu Santo. El Espíritu lo condujo al desierto, donde el diablo lo puso a prueba durante cuarenta días. En todos esos días no comió nada, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús le contestó: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”. Después lo llevó el diablo a un lugar elevado y le mostró, en un instante, todos los reinos de la tierra; y le dijo: “Te daré todo el poder de estos reinos y su gloria, porque a mí me lo han dado y a quien yo quiera se lo puedo dar. Si te postras ante mí, todo será tuyo”. Jesús le respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios, y sólo a él darás culto”. Entonces lo llevó a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del templo y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate desde aquí; porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te protejan; te llevarán en brazos y tu pie no tropezará en piedra alguna”. Pero Jesús le respondió: “Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios”. Cuan-do terminó de poner a prueba a Jesús, el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno».
Antes de comenzar a predicar, el Maestro se prepara con oración y ayuno. Se retira al desierto, donde pasa 40 días rezando a su Padre, sacrificándose, forjando su carácter y temperamento con el sacrificio y la renuncia. Una dura preparación, pero es que también le esperaba una no menos dura misión. Como puerta de entrada, y tal vez también como resumen de la vida del hombre sobre la tierra, también Él va a ser tentado. Es fácil que estas tentaciones, o similares, se le vol-viesen a presentar al Señor durante toda su vida pública, y que ya hubiesen toca-do a su puerta durante la vida privada. El evangelista dice que Satanás «se alejó hasta el momento oportuno». A nosotros quizá no nos importe si estas tentaciones se le presentaron juntas o no, si se concentraron en un día o tocaron a su alma durante toda su vida. Lo importante es que nuestro Salvador también fue tentado. Se hizo tan semejante a los hombres que también tuvo que luchar y sufrir para mantenerse fiel a Dios.
Después de cuarenta días de ayuno, con el solo alimento —tal vez— de yerbas y de raíces y de un poco de agua, Jesús siente hambre: hambre de verdad, como la de cualquier criatura. Y cuando el diablo le propone que convierta en pan las piedras, Nuestro Señor no sólo rechaza el alimento que su cuerpo pedía, sino que aleja de sí una incitación mayor: la de usar del poder divino para remediar —si podemos hablar así— un problema personal. Jesús no hace milagros en beneficio propio. Convierte el agua en vino, para los esposos de Caná; multiplica los panes y los peces, para dar de comer a una multitud hambrienta... pero él se gana el pan, durante largos años, con su propio trabajo en la carpintería de Nazareth. Y, más tarde, durante el tiempo de su peregrinar por tierras de Israel, vive con la ayuda de aquellos que le siguen.
Aquellos 40 días de desierto no fueron para autocomplacerse, ciertamente fueron para Cristo tiempo de oración, de templar el ánimo y el corazón para todo lo que vendría para él en aquellos años de su vida pública: el dolor, el sufrimiento, la incomprensión, la soledad, la muerte misma, pero al fin, el triunfo, la gloria, la victoria, cuando después de tres días de muerto, el Padre le toma la Palabra, lo vuelve a la vida y lo coloca como Señor y centro de la historia de los hombres y del universo entero.
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La Iglesia vive oculta en el desierto hasta el retorno de Cristo que pondrá fin al poder de Satán (Ap 12,6.14): «Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada 1.260 días (…) Pero se le dieron a la Mujer las dos alas del águila grande para volar al desierto, a su lugar, lejos del Dragón, donde tiene que ser alimentada un tiempo y tiempos y medio tiempo». La Iglesia vive así en el desierto como Cristo, un tiempo nuevo.
¿Cómo haremos entonces en esta Cuaresma para procurarnos nuestro propio desierto, para encontrarnos a nosotros mismos, a los demás, a nuestro mundo y sobre todo a Cristo Salvador para asociarnos a él en su muerte para acompañarlo hasta tu propia resurrección y salvación?
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Padre Alfredo.
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