El estudio, la contemplación y la reflexión en la Sagrada Escritura nos enseñan que el desierto, en la tradición bíblica, es un lugar ambivalente: por un lado, el desierto es el lugar contrapuesto a la tierra cultivada o rica en pastos, habitada por el hombre y transformada por su trabajo. En cierto modo, el desierto, de por sí, es lugar no humanizado. Asociado al caos primordial, es símbolo de la desolación y de la aridez. En el desierto sólo se piensa en lo básico y necesario: en el agua, la comida, el camino. Así, el desierto se convierte en el escenario de las mayores dificultades y retos en donde el hombre, sin seguridades a las que aferrarse, se siente sometido a las pruebas más duras.
Por otro lado, el desierto en la Escritura aparece como el espacio en el que se goza de una especial intimidad con Dios: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón», le hace decir Oseas a Yahvé (Os 2,14). En este lenguaje teísta, el profeta nos enseña que en el desierto se hace presente Dios para hablar al corazón del pueblo. En un lenguaje no religioso (o trans-religioso), eso significa que, cuando el desierto nos ha «obligado» a soltar nuestras falsas identificaciones, se nos hace presente Aquello inefable, lo único permanente que, no solo nos sostiene en todo momento, sino que nos constituye.
De esta manera, el desierto bíblico se ve como un espacio de enamoramiento de Dios y de Israel. Es experiencia del amor de Dios. Es sí, un período de prueba, pe-ro como lugar de paso hacia la tierra prometida. No es meta ni ideal para la instalación permanente, sino paso que conduce a la libertad. Somos peregrinos, y debemos llevar como posesión sólo aquellos bienes que no pueden ser ni robados por ladrones ni carcomidos por polillas. ¿Y en qué hemos puesto nuestro corazón?
Pero no deja de ser el desierto un lugar ambiguo, que puede ser ocasión de salvación o de perdición, porque en él se puede encontrar a Dios, pero también a los demonios. «El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18)» (Mensaje para la Cuaresma 2019 del Papa Francisco).
El desierto, para el creyente, es experiencia de la fuerza vivificadora de Dios, que da el maná juntamente con su Palabra. Para el pueblo de Israel el desierto es, en el Antiguo Testamento, un lugar de encuentro con Dios, una oportunidad. No recuerda el pueblo el desierto como maldición, ni como castigo, ni como un simple sufrimiento pasajero. El desierto es, sencilla y llanamente, lo que es, ni más ni menos: Es silencio, soledad, aridez, tentación, prueba, espacio de reflexión para experimentar el amor de Dios que no abandona. El desierto nos muestra con crudeza la fragilidad de ser humano, su indigencia, su inconsistencia radical, su transitoriedad, lo que le debe llevar a reconocer la dependencia en una doble dirección: en relación a los demás y en relación a Dios. ¿Y dejamos que Dios sea Dios o lo acomodamos a nuestros intereses y expectativas?
En el desierto el pueblo de Israel aprendió una lección muy importante: no es posible sobrevivir si no se es alimentado por Dios, si no se escucha su Palabra, si no se confía totalmente en Él. Las tentaciones del desierto fueron superadas mediante la entrega y la fidelidad. En el desierto el hombre fiel adquiere conciencia de su nada. Y allí mismo, en el desierto, se producen los encuentros más hondos y sinceros.
La atracción del desierto es algo místico. Es el lugar donde mejor se descubre el conflicto de las pasiones del ser humano. En el desierto la Palabra de Dios se convierte en maná que nutre y en agua que apaga la sed. Ir al desierto es caminar con Dios hacia la libertad, abandonando los valores esclavizantes de la sociedad. En el desierto, tierra sin caminos, se comprende mejor que el camino de Dios es su actividad salvadora. Recorrer los caminos de Dios es actuar siempre según su voluntad.
Por eso, para todo católico, la primera parada de la Cuaresma debe ser el desierto. El desierto como lugar trascendente. Cada año, en la Iglesia, somos convoca-dos en Cuaresma a ir al desierto, es decir, a buscar un espacio de purificación, de penitencia íntima del espíritu. Somos invitados a ir al lugar de la lucha entre Dios y el ángel del mal, al lugar de la tentación, porque solamente cuando nos despojamos de cosas queridas y nos exiliamos de nosotros mismos, comenzamos a tener a Dios a la vista y a mirar con una visibilidad nueva a los hombres. El pueblo de Dios es pueblo peregrino, caminante, exiliado, que sabe que nunca puede instalarse definitivamente en el desierto, porque está devorado por la inmensa nostalgia de la tierra prometida. El desierto es la gran pedagogía de Dios, que educa a su pueblo para la eternidad.
El desierto entonces, en la Escritura y en la vida de la Iglesia, no puede ser entendido solo como un lugar geográfico; ni siquiera solo un lugar como aquellos espacios que, en nuestra sociedad, se caracterizan por la soledad o el silencio, como suelen ser los monasterios o, más ampliamente, los parajes rurales. El desierto es más bien un espacio que buscamos para silenciarnos y ofrecernos la oportunidad de reconectar conscientemente con nuestro centro. Un momento tan difícil como privilegiado. Difícil e incluso doloroso porque en él nos sentimos zarandeados. Por algo en la Biblia se nos narra que la experiencia del desierto resultaba tan dura para los hebreos, que hubieran ansiado volver a la esclavitud y que no so-lamente echaban de menos las «cebollas de Egipto» (Num 11,5), sino que deseaban «haber muerto» (Num 14,2).
El desierto es un espacio, un momento, un lugar que nos zarandea y nos desnuda porque desenmascara nuestras falsas seguridades. ¡Habíamos puesto nuestra seguridad en algo incapaz de otorgarla! Por eso, en un primero momento, somos llevados en la Cuaresma a buscar nuestras raíces más profundas. Cuando ese re-corrido se vive adecuadamente, es probable que al final podamos constatar lo que decía el filósofo Søren Kierkegaard (1813-1855), que afirma: «me habría ido al fondo si no hubiera ido al fondo». En efecto, antes o después, el desierto nos conduce hacia el fondo estable y quieto, aquello que queda cuando hemos soltado —voluntaria o involuntariamente— todo lo que está de más.
Para el cristiano, la vivencia del desierto es la búsqueda de ese fondo en el que está Cristo, Camino, Verdad y Vida. No hay más remedio que atravesar el desierto del mundo para llegar a la tierra prometida de la vida eterna. Para el cristiano, el desierto cuaresmal es, sobre todo, actitud o situación de conversión. El desierto cuaresmal espiritualiza porque crea afinidad con Cristo y nos sitúa en la ruta del amor, para poder celebrar la Pascua del Señor, muerto y resucitado quien también pasó por la experiencia del desierto. «Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse» (Mensaje para la Cuaresma 2019 del Papa Francisco).
Cuarenta años anduvo Israel por el desierto, cuarenta días estuvo Jesús en el desierto, cuarenta días debemos como Iglesia vivir en el desierto. De lo que se trata, entonces, es de una experiencia de desierto, bastante conocida en la tradición monástica y en la tradición mística. Pero no es una experiencia exclusiva de monjes y místicos, sino que está al alcance de todos nosotros.
La cuaresma de cuarenta días aparece íntimamente ligada al desierto. Como he dicho, hay que remontarse a los cuarenta años que el pueblo de Israel peregrinó por el desierto hacia la tierra prometida (Dt 8,2 4; 29,4 5). Hay que ir a los cuarenta días que transcurrió Moisés en la cima del monte Sinaí sin comer ni beber, absorto y sobrecogido ante la presencia del Innombrable (Ex 34,27 28; 24,18; Dt 9,18). Hay que ir a los cuarenta días y cuarenta noches que el profeta Elías pasó caminando por el desierto hasta el monte Horeb para encontrarse con Yahvé (1 Re 19,8). Porque sorprendentemente en todos estos episodios, se conjuga la experiencia del desierto, con el ayuno, con la teofanía (manifestación de Dios) y con el caminar peregrino envuelto en la esperanza y apoyado en la promesa. A todo ello hay que añadir la fuerza simbólica del número cuarenta de profundo significado en la tradición hebrea. El paradigma definitivo que da sentido a la cuaresma, preparado sin duda por los acontecimientos citados, hay que fijarlo en la experiencia de Jesús en el desierto, también durante cuarenta días y cuarenta noches (Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13), practicando un ayuno roto únicamente por la palabra divina que nutre y sacia, porque «no de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».(Mt 4, 4).
Jesús quiso revivir las etapas que había atravesado el pueblo de Dios: por eso fue llevado por el Espíritu al desierto para ser sometido a la prueba. Pero a diferencia de sus antepasados, Jesús supera la prueba y permanece fiel. Él, en medio del desierto, es el agua viva, el pan del cielo, el camino y el guía, la luz en la noche, la serpiente que da vida a todos los que la miran para ser salvados. En Él hemos superado la prueba, en Él tenemos la comunión perfecta con Dios. «La “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3). Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo ca-mino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21)» (Mensaje para la Cuaresma 2019 del Papa Francisco).
El texto de San Lucas, para hablar de Jesús en el desierto que ahora tomo, es el de San Lucas, que es el que la liturgia de este año litúrgico del 2019 nos propone para el primer domingo de Cuaresma y que está en Lucas 4,1-13:
«En aquel tiempo, Jesús regresó del Jordán lleno del Espíritu Santo. El Espíritu lo condujo al desierto, donde el diablo lo puso a prueba durante cuarenta días. En todos esos días no comió nada, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. Jesús le contestó: “Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”. Después lo llevó el diablo a un lugar elevado y le mostró, en un instante, todos los reinos de la tierra; y le dijo: “Te daré todo el poder de estos reinos y su gloria, porque a mí me lo han dado y a quien yo quiera se lo puedo dar. Si te postras ante mí, todo será tuyo”. Jesús le respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios, y sólo a él darás culto”. Entonces lo llevó a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del templo y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate desde aquí; porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te protejan; te llevarán en brazos y tu pie no tropezará en piedra alguna”. Pero Jesús le respondió: “Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios”. Cuan-do terminó de poner a prueba a Jesús, el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno».
Antes de comenzar a predicar, el Maestro se prepara con oración y ayuno. Se retira al desierto, donde pasa 40 días rezando a su Padre, sacrificándose, forjando su carácter y temperamento con el sacrificio y la renuncia. Una dura preparación, pero es que también le esperaba una no menos dura misión. Como puerta de entrada, y tal vez también como resumen de la vida del hombre sobre la tierra, también Él va a ser tentado. Es fácil que estas tentaciones, o similares, se le vol-viesen a presentar al Señor durante toda su vida pública, y que ya hubiesen toca-do a su puerta durante la vida privada. El evangelista dice que Satanás «se alejó hasta el momento oportuno». A nosotros quizá no nos importe si estas tentaciones se le presentaron juntas o no, si se concentraron en un día o tocaron a su alma durante toda su vida. Lo importante es que nuestro Salvador también fue tentado. Se hizo tan semejante a los hombres que también tuvo que luchar y sufrir para mantenerse fiel a Dios.
La escena está llena de misterio, un misterio que resulta en vano querer entender —Dios que se somete a la tentación, que deja cancha libre al Maligno—, pero una escena que puede ser meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene. Una gran lección que nos da es que, para vencerlas, hay que prepararse. ¿Cómo? El Señor usó dos medios principales: la oración y la renuncia a los propios gustos.
Después de cuarenta días de ayuno, con el solo alimento —tal vez— de yerbas y de raíces y de un poco de agua, Jesús siente hambre: hambre de verdad, como la de cualquier criatura. Y cuando el diablo le propone que convierta en pan las piedras, Nuestro Señor no sólo rechaza el alimento que su cuerpo pedía, sino que aleja de sí una incitación mayor: la de usar del poder divino para remediar —si podemos hablar así— un problema personal. Jesús no hace milagros en beneficio propio. Convierte el agua en vino, para los esposos de Caná; multiplica los panes y los peces, para dar de comer a una multitud hambrienta... pero él se gana el pan, durante largos años, con su propio trabajo en la carpintería de Nazareth. Y, más tarde, durante el tiempo de su peregrinar por tierras de Israel, vive con la ayuda de aquellos que le siguen.
Aquellos 40 días de desierto no fueron para autocomplacerse, ciertamente fueron para Cristo tiempo de oración, de templar el ánimo y el corazón para todo lo que vendría para él en aquellos años de su vida pública: el dolor, el sufrimiento, la incomprensión, la soledad, la muerte misma, pero al fin, el triunfo, la gloria, la victoria, cuando después de tres días de muerto, el Padre le toma la Palabra, lo vuelve a la vida y lo coloca como Señor y centro de la historia de los hombres y del universo entero.
Jesús nos invita también a nosotros a ir al desierto. Un desierto, en el interior, en nuestro propio cuerpo, porque pensar en ir a un desierto físico sería poco menos que imposible para muchos de nosotros. Jesús nos invita a vivir en la Cuaresma un desierto que signifique tomar conciencia de nosotros mismos, de nuestras limitaciones, pero también de nuestras muchas potencialidades y sobre todo del destino eterno, trascendente al que estamos llamados: La cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación hacia Aquel que es la fuente de la misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos hacia la alegría inmensa de la Pascua.
La Iglesia vive oculta en el desierto hasta el retorno de Cristo que pondrá fin al poder de Satán (Ap 12,6.14): «Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada 1.260 días (…) Pero se le dieron a la Mujer las dos alas del águila grande para volar al desierto, a su lugar, lejos del Dragón, donde tiene que ser alimentada un tiempo y tiempos y medio tiempo». La Iglesia vive así en el desierto como Cristo, un tiempo nuevo.
¿Cómo haremos entonces en esta Cuaresma para procurarnos nuestro propio desierto, para encontrarnos a nosotros mismos, a los demás, a nuestro mundo y sobre todo a Cristo Salvador para asociarnos a él en su muerte para acompañarlo hasta tu propia resurrección y salvación?
La figura de Cristo en el desierto es, pues, indispensable para comprender la naturaleza de la vida cristiana. San Juan escribe: «Como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4,17). Es cierto que una persona que está en el camino espiritual, como nosotros que formamos una comunidad en torno a Cristo, probable-mente no esté tentada a emborracharse o a usar drogas, o a cosas por el estilo, pero sus tentaciones serán más parecidas a las que Cristo soportó: desobedecer la Palabra o probar la propia dependencia del Padre. No dejemos que el diablo, que tentó también a Jesús, nos robe la unción que recibimos en el bautismo o socave nuestra vocación. Parémonos firmemente en la Palabra de Dios y anclado allí obtendremos la victoria, tal como lo hizo Jesús. Cristo venció al Tentador en el desierto para beneficio nuestro: «Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15)». Pidámosle a María Santísima que en esta Cuaresma ella también vaya al desierto con nosotros y nos sostenga firmes en el seguimiento de su Hijo. Que ella nos ayude en estos 40 días a abandonar lo secundario para dirigirnos al desierto, a la fabulosa aventura de la fe que nos llevará a celebrar la pasión, muerte y resurrección de nuestro Salvador.
Padre Alfredo.
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