Sabemos que la pureza de corazón es el primer medio para llegar a la perfección y que ésta consiste en no tener en él nada que sea contrario, ni tan siquiera un poco, a Dios y a las operaciones de la gracia. Hoy el salmo 50 [51] nos recuerda que la Cuaresma es un tiempo privilegiado. «Crea en mí, Señor, un corazón puro, un espíritu nuevo para cumplir tus mandamientos. No me arrojes, Señor, lejos de ti, ni retires de mí tu santo espíritu». Cuaresma es el tiempo para purificar nuestro corazón, porque ahí está la raíz de todos nuestros males. Para imaginar lo necesaria que nos es la pureza de corazón, es preciso comprender la corrupción natural del corazón humano. Hay en nosotros una malicia escondida que no vemos, porque entre los trajines de esta vida no nos damos tiempo para entrar seriamente en nosotros mismos.
Bien dijo Nuestro Señor Jesucristo que «del corazón salen razonamientos inicuos, los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios y las blasfemias» (Mt. 15,19). Ahora bien, el mismo Cristo desea que seamos puros de corazón. En el Sermón de la Montaña, Jesús llama «bienaventurados» a quienes son «de corazón puro», o sea, a quienes son limpios en su interior y están libres de hipocresía (Mt. 5,8). Pero, ¿Cómo podemos lograrlo a pesar de vivir en estos tiempos tan difíciles envueltos en una sociedad cuya impureza ha logrado incluso atrapar corazones consagrados a él? A ninguna de las prácticas de la vida espiritual se opone tanto el demonio como al trabajo para conseguir la pureza de corazón. Nos deja hacer algunos actos exteriores de virtud, como ir a los hospitales y a las prisiones, porque a veces con esto nos quedamos satisfechos; pero no puede soportar que fijemos los ojos en nuestro corazón, que examinemos sus desórdenes y que nos apliquemos a corregirlos. Por eso hay que «convertirse» y «hacer penitencia».
Hoy en el Evangelio Jesús pone como ejemplo la ciudad pagana de Nínive, que se convirtió al escuchar la predicación de Jonás (Lc 11,29-32). De los cuarenta días de esa cuaresma que el Señor nos ha permitido vivir, han pasado ya algunos. ¿Hemos empezado ya el proceso? No hay tiempo que perder. Sin tardar, —según nos cuenta le primera lectura de hoy— los ninivitas creyeron en Dios, ordenaron un ayuno y cada uno purificó su corazón convirtiéndose de su mala conducta. Así como los ninivitas supieron reconocer en la predicación de Jonás la verdadera llamada de Dios y se convirtieron, así «nuestra generación» debe creer en Jesús y aprovechar esta Cuaresma sin andar buscando signos espectaculares haciendo penitencias raras, sino purificando el corazón a través de su Palabra, de su Vida y haciendo con sencillez las prácticas penitenciales ya establecidas del ayuno, de la oración y de la limosna. ¡No perdamos el tiempo! Veamos la pureza del corazón de María, la Madre del Señor, la de los santos, la de tanta gente buena que nos rodea y digámosle al Señor como el rey David, a quien se le atribuye el salmo responsorial de hoy: «Un corazón contrito, tú nunca lo desprecias». ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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