Ayer hablaba de las trampas que nos pone el enemigo que es tan astuto, esas trampas sutiles que muchas veces ciegan al corazón y no lo dejan ver más allá de sí mismo y hoy sigo con el tema. Hay que fijarnos que cuando un cazador desea atrapar vivo un animal, puede emplear varios tipos de trampas. Puede, por ejemplo, hacer que salga a un espacio abierto y entonces echarle un lazo o puede camuflar un dispositivo que se active por sorpresa cuando la víctima lo toque... ¡hay muy diversos tipos de trampas! A fin de capturarnos vivos en el camino cuaresmal, el enemigo nos tiende trampas similares tan sutiles como el egoísmo del rico Epulón, que, atrapado por la sutil trampa del enemigo, se deja llevar por los criterios del mundo y no alcanza a ver la situación de Lázaro, que lo tiene a unos cuantos pasos al salir de su casa (Lc 16,19-31). Para poder escabullirnos de las tretas del indecente, debemos mantener bien abiertos los ojos y prestar atención a las prácticas cuaresmales del ayuno, la oración y la limosna, de manera que estemos fuertes contra las asechanzas del diablo que como dice la Escritura, «ronda buscando a quién devorar» (1 Pe 5,8). La liturgia de la Misa de hoy nos ofrece un fragmento del salmo 1, un salmo que nos invita a estar atentos. Nuestra confianza, para no caer en la trampa, ha de estar puesta en el Señor. Es en el Señor en donde podemos mantenernos fuertes para vencer los embates del maligno.
¿En dónde está puesta la confianza de muchos de los cristianos de hoy? ¿Es realmente el Señor la guía de nuestro actuar? Parecería que hoy hay muchos cristianos que van enclenques por el mundo, incautos del enemigo que a las trampas decoradas con cosillas llamativas que suben el ego sucumben. El salmo responsorial de hoy es un buen ejemplo de las personas que ponen toda confianza en el Señor. Ese sentido grato de confianza en el Señor es una nota indispensable para comprender y vivir la cuaresma. Porque ha confiado en el Señor, el escritor sagrado actúa con gratitud y agradecimiento al percatarse que Dios lo cuida, lo protege y lo acompaña. La lectura cristiana de este salmo enfatiza la afirmación «Dichoso el hombre que confía en el Señor».
El misterio pascual de Jesús, hacia el que nos encaminamos en la Cuaresma, es el cumplimiento decisivo de su misión en el mundo. El que quiera ser grande en el Reino ha de aceptar no los vestidos de púrpura y los primeros lugares, sino el último lugar para darse a los demás, tal como Jesús, el Hijo del hombre, que da la vida para la salvación del mundo. En un momento de crisis extrema y muerte, Jesús prefiere declarar a los cuatro vientos que su vida completa estaba en manos de Dios, no a la merced de las trampas del odio de los líderes judíos. La vida de la gente de fe, como Jesús, no puede depender del capricho de las trampas que el astuto enemigo va poniendo por aquí y por allá, sobre todo en las actitudes como las del rico epulón, que no ve más allá de sus propias narices. La Cuaresma debe ser, para el creyente, una oportunidad para salir de sí mismo y darse, para eso en este tiempo está establecida la limosna porque en el compartir algo, nos estamos dando nosotros mismos en camino que nos conduce hacia la cruz para luego resucitar. Jesús sabe, detalladamente, lo que le espera al final del camino al que da, al que se entrega, al que comparte. ¿Sabemos nosotros lo que nos espera al final de nuestra Cuaresma? ¿Tenemos nuestra confianza puesta en Dios? ¿Vamos a la cruz para resucitar con Él? ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico con María!
Padre Alfredo.
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