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Las dos únicas fuentes que nos dan a conocer la persona de San José son los evangelios de San Mateo y de San Lucas. San Mateo, a quien hoy leemos en Misa (Mt 1,16.18-21.24) es el evangelista de la congoja de San José. ¿Quién como él ha podido sorprender el silencio de aquella casita en donde José en pleno sueño ha de escuchar la voz de Dios que le lanza a una tarea excepcional? Nada conocemos de sus ensueños. Ignoramos hasta el lugar de su nacimiento. Lo que sí sabemos con certeza es la estirpe y el nombre de nuestro Santo. Procedía del linaje de David, como la Virgen, y, al igual que el patriarca del Antiguo Testamento, figura suya, se llamó José, nombre que anunciaba con acento misterioso un creciente brote de virtudes y de dones en el Niño que habría de nacer. Pasan los años en la mayor oscuridad. Llega, por fin, el día en que San José se incorpora a la historia y le vemos pasar cumpliendo su misión excelsa en camino o en reposo, en oración o en trabajo, siempre junto a Jesús, siempre al lado de María, la Esposa, siempre humilde, callado siempre, dándonos una lección perenne de amable y de acogedora santidad.
Los pequeños trocitos del monumental salmo 88 [89] expresan muy bien lo que la figura de San José representa. Después de una solemne introducción en la que se exalta la perpetua fidelidad de Dios a la promesa hecha a David, el salmo se explaya en un himno de alabanza que nos habla de elección, de consagración, de protección y paternidad divina que, en el Nuevo testamento se refleja en José, el padre nutricio del Mesías. El salmista toma la palabra para cantarle a dos de los atributos que si bien son divinos, pueden perfectamente aplicarse a José al cuidar de Jesús niño y adolescente: La misericordia y la fidelidad. La vida de San José se desliza con la levedad de una poesía donde la misericordia y la fidelidad se entrelazan a lo divino. Le vimos aparecer en el silencio. Le veremos marcharse en el silencio. No vuelve a sonar su nombre. Morir para nacer. Morir para recibir cuanto antes la palma del triunfo eterno; para inundar de luz sus ojos con la visión beatífica, para anegarse en la divina Sabiduría cuyos celajes había vislumbrado en la mirada del Niño. Guiado por la sonrisa del Hijo y por la misericordia de la Madre, nos mira, nos alienta, nos guarda como patrono de la Iglesia Universal y nos prepara el gran día en que nuestra alma sabrá definitivamente lo que es nacer. Yo hoy, festejándole, voy a la Basílica a visitar a su Esposa, la excelsa Madre de Dios que seguro, desde el cielo, celebra el «Sí» de este hombre santo excepcional. ¡Bendecido martes, día feliz de San José!
Padre Alfredo.
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