Hoy emprendemos el camino de la Cuaresma, un tiempo privilegiado en la liturgia de la Iglesia en el que tratamos de unirnos más estrechamente al Señor Jesucristo, para compartir el misterio de su pasión, muerte y resurrección. El rey David, autor del salmo 50 [51], nos impulsa a aprovechar este tiempo para convertir nuestro corazón: «Crea en mí, Señor, un corazón puro, un espíritu nuevo...». Sí, es que el tiempo de la Cuaresma es precisamente para renovar el corazón, un tiempo de conversión para vivir con un espíritu nuevo. Las palabras del salmo nos invitan a comenzar el camino de una conversión que no sea superficial y transitoria, sino como tarea que marca un itinerario espiritual que tiene que ver con el lugar más íntimo de nuestra persona: el corazón, que, de hecho, es el centro de nuestros sentimientos, de nuestras acciones, el centro en el que maduran nuestras decisiones, nuestras actitudes, nuestro querer. Este salmo, conocido como el «Miserere», es una de las oraciones más célebres del Salterio, es el salmo penitencial más intenso y repetido, el canto por excelencia del pecado y del perdón, la meditación más profunda sobre la culpa y la gracia del perdón de Dios. La Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en el rezo de Laudes de todos los viernes.
Desde hace siglos y siglos, el salmo 50 [51] se eleva hacia el cielo desde muchos corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso. En este salmo aparece la región tenebrosa del pecado en la que se sitúa el hombre desde su condición de pecador: «Puesto que reconozco mis culpas, tengo siempre presentes mis pecados. Contra ti solo pequé, Señor, haciendo lo que a tus ojos era malo». No cabe duda de David es consciente de su condición y expresa claramente el deseo de cambiar: «Devuélveme tu salvación, que regocija, y mantén en mí un alma generosa». El pecador, sinceramente arrepentido, se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que le de una nueva oportunidad. Es eso lo que pedimos en la Cuaresma: una nueva oportunidad para empezar a vivir como Dios quiere. Hoy Junto a este salmo, y con una gran riqueza de símbolos, el texto profético de Joel (Jl 2,12-18) nos recuerda que el compromiso espiritual de este anhelo de conversión ha de traducirse en opciones y gestos concretos; que la auténtica conversión no debe reducirse a formas exteriores o a vagos propósitos de dejar de tomas Coca Cola unos cuantos días, hacer dieta o dejar de fumar por un espacio de 40 días, y menos de hacer estos gestos para ser «admirados» (Mt 6,16.16-18) sino que exige la implicación y la transformación de toda la existencia. Esta apremiante invitación a la reconciliación con Dios está presente también en el pasaje de la segunda carta a los Corintios: «Ahora es el tiempo favorable» dice san Pablo (2 Cor 5,20-6,2).
En el centro de atención de la celebración litúrgica de este día, luego de escuchar y asimilar la liturgia de la Palabra se encaja el gesto simbólico de este día: la imposición de la ceniza, cuyo significado, que evoca con fuerza la condición humana, queda destacado en la primera fórmula del rito: «Polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19), recordando la caducidad de la existencia e invitando a considerar la vanidad de todo, cuando el hombre no funda su esperanza en el Señor. La segunda fórmula que prevé el rito: «Arrepiéntete y cree en el Evangelio» (Mt 1, 15) subraya cuál es la condición indispensable para avanzar por la senda de la vida cristiana: un cambio interior real y la adhesión confiada en la palabra de Cristo. Que María Inmaculada sostenga nuestra lucha espiritual contra el pecado, nos acompañe en esta Cuaresma para que podamos llegar a cantar juntos la alegría de la victoria en la Pascua de Resurrección. ¡Caminemos en este tiempo privilegiado bendiciendo al Señor con nuestro anhelo y esfuerzo por vivir la conversión!
Padre Alfredo.
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