La Cuaresma nos enseña que la conversión del corazón no es obra del hombre, sino una obra de Dios en el hombre, por eso debemos orar unos por otros en este tiempo privilegiado para que Dios lleve a buen término esa su obra salvadora en nosotros. Si así lo hacemos estaremos dando testimonio de que en verdad el amor de Dios habita en nosotros. Hay que aprovechar este tiempo de preparación para celebrar la Pascua para volverse al Señor; para pedirle que nos ayude a renunciar a todo aquello que nos divide o nos levanta con gesto amenazador contra nuestro prójimo. El Señor nos invita a ser constructores de la paz cumpliendo los mandamientos (Sal 118 [119]) para alcanzar, a la vez, la unidad en el mundo. Cuaresma es el tiempo para que todos lleguemos a ser hijos de Dios, caminando hacia nuestra perfección en el Señor, por eso es también el tiempo de los catecúmenos, de esos hombres y mujeres que, habiéndose dejado tocar por Dios caminan hacia la recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana.
Sólo cuando todos los creyentes vivamos fraternalmente unidos en Cristo, el mundo creerá realmente que Dios es nuestro Padre, pues viviremos como hermanos, libres de todo aquello que nos impide caminar en el auténtico amor. A unos cuantos días de haber iniciado el camino cuaresmal, no podemos sentarnos a contemplar lo poco que hemos avanzado y pensar que es suficiente mantenernos así. Cuando lleguemos a la misma perfección de Dios, cuando no sea posible ir más allá y el retroceder sea imperfección, entonces podremos entrar en la Pascua eterna, la Pascua del mismo Dios y nuestra Pascua. Cristo, durante la Cuaresma, nos pone en el horizonte final de nuestras esperanzas el llegar triunfantes a celebrar la resurrección de Cristo con un corazón nuevo, abierto a la gracia y abierto a los hermanos. Mientras caminamos y nos llenamos cada día de la Cuaresma más y más de Dios, debemos amar y perdonar como Dios nos ha amado y perdonado. Debemos trabajar por la conversión, incluso, de aquellos que nos hacen la vida «de cuadritos». No podemos vivir al margen del camino de Cristo en quien Dios se manifestó como un Padre bueno, cariñoso, misericordioso y lleno de ternura para con nosotros, sus hijos. Efectivamente san Pablo nos dice: El amor de Dios por nosotros se manifestó en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros. Quien ame a su prójimo como Dios nos ha amado, habrá llegado a la perfección en el amor.
En el salmo 118 [119] el autor del mismo nos dice que Dios nos ha revelado su voluntad para que, al cumplirla con amor, le manifestemos nuestro amor siempre fiel a él y en él a nuestros hermanos, amigos y enemigos. Dios quiere conducirnos conforme a sus mandatos para que lleguemos a la posesión de los bienes definitivos en la Pascua con un corazón totalmente renovado. Cómo quisiéramos que nuestros pasos jamás se desviaran del camino recto. Pero, dada nuestra fragilidad, acudimos al Señor para pedirle que no nos abandone, que no nos deje caminar solos, sino que nos fortalezca con su gracia para que podamos permanecer firmes en el camino del bien. Entonces no seremos nosotros solos, sino la gracia de Dios con nosotros lo que hará que el Reino de Dios llegue en nosotros a su plenitud. Dios nos conceda, por lo menos, avanzar un poco más en este camino que Dios quiere que sigamos tras las huellas de Cristo en esta Cuaresma que nos conduce a la Pascua. Pidámosle a María que abra nuestro ser a la Palabra de Dios y que como ella, la guardemos en primer lugar en el corazón, y luego, la hagamos vida. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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