Estamos ya en el segundo domingo de Cuaresma. La Iglesia, en el evangelio de hoy, nos invita a subir al monte Tabor para contemplar a Cristo transfigurado (Lc 9,28-36). La liturgia nos ofrece esto como una pequeña muestra de la gloria que esperamos alcanzar en la Pascua al llenarnos de la luz de la Resurrección. Se trata, pudiéramos decir, de un aliento en nuestra subida hacia Jerusalén, un adelanto de lo que preparamos durante este tiempo de Cuaresma, un anuncio de la gloria del Resucitado. Cristo nos transformará como Él y nos hará también a nosotros hijos de Dios por medio del Bautismo, cuyas promesas renovaremos en la noche de la Vigilia Pascual encendiendo la luz del Cirio Pascual que ilumina nuestro diario andar para no despistarnos y poder alcanzar la gloria celestial. En este camino cuaresmal, apoyados en la oración, firmes en el Señor, crecemos y esperamos alcanzar esta patria celestial donde todo será luz. Para todas las culturas de la antigüedad, incluida por supuesto la judía, la luz, el deslumbre, el resplandor, eran de suma importancia para explicar la grandeza de la divinidad. Debemos, para entender esto, trasladarnos a un mundo en donde no había la luz artificial que ahora el hombre puede producir y que todas las actividades se veían reducidas a las horas en que la luz natural iluminaba.
La luz, el deslumbre, el resplandor, dejaban por así decir, a la gente con los ojos cuadrados y, en el lenguaje cultual de Israel se entendía esto como la presencia de Dios. El salmista hace eco de este pensar en el salmo 26 [27] que hoy tenemos por salmo responsorial: «El Señor es mi luz y mi salvación». No podemos, en nuestro camino cuaresmal, vivir una fe entre algodones y medio oscurita, en donde no se vea el resplandor de la gloria de Dios y el montón de cosas que en nosotros tenemos que cambiar. Sin demasiadas exigencias la cuaresma se hace un ratito de entretención en algo diferente en el que hasta puede haber la tentación que quedarse quedar instalados entre prácticas penitenciales y ejercicios cuaresmales. Y es que, con frecuencia, optamos por el camino fácil que es solamente el oír y hacer. Quisiéramos vivir en un permanente estado de felicidad y de ensueño que no comprometa mucho, como Pedro, que quería quedarse instalado en el gozo de ver la transfiguración. Jesús, que siempre nos devuelve a la realidad, se transfigura, no para quedarse allí así, sino para que comprendamos que la fidelidad a Dios, el descubrimiento y el anhelo de su gloria, no están exentos de sufrimiento, de sacrificio, de pruebas o negación de uno mismo y que todo esto es también parte fundamental de la cuaresma para alcanzar la luz pascual.
Me encontré una oración que habla de la transfiguración que nos viene muy bien para meditar en este sendero de la cuaresma y la transcribo ahora tal cual: «Transfigúrame con tu gracia, para entender tu muerte; con tu poder, para contemplar tu rostro; con tu majestad, para adorarte como Rey. Sí, Señor; transfigúrame con tu presencia porque, en muchas ocasiones, temo sólo verte como hombre y no como Dios. Sí, Señor; transfigúrame con tu mirada porque, en el duro camino, tengo miedo a perderte, a no distinguirte en las colinas donde no alcanza mi vista. Sí, Señor; transfigúrame con tu amor y, entonces, comprenda lo mucho que me quieres: que me amas hasta el extremo que me amas, hasta dar tu vida por mí, que me amas, porque no quieres perderme, que me amas porque Dios, es la fuente de tanto amor. Sí, Señor; transfigúrame con tu fuerza porque me siento débil en la lucha, porque prefiero el dulce llano a la cuesta que acaba la cumbre de tu gloria. Porque, siendo tu amigo como soy, no siempre descubro la gloria que Tú escondes. Transfigúrame, Señor, para que mi vida como la tuya, sea un destello que desciende desde el mismo cielo, destello con sabor a Dios, destello con sabor al inmenso amor que Dios me tiene. Amén». Sigamos el camino hacia la Pascua con María. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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