Conocí a la hermana Consuelito en Roma, cuando yo era novicio, en aquel lejano 1984 y guardo gratos recuerdos de ella, sobre todo detalles de un alma sencilla, alegre y muy ecuánime que me enseñó algunos detalles de la enigmática cultura del Japón... ¡incluso hasta a comer con los famosos palillos chinos! Era yo un muchachillo, y me impresionó lo que ella contó de su vocación y de aquellos primeros años de las Misioneras Clarisas en Japón.
Consuelo Hattori Mitsue nació en el estado japonés de Nagano el 10 de noviembre de 1927 en el seno de una familia budista y gracias al contacto que tuvo con las religiosas del Sagrado Corazón en el colegio donde estudió, se convirtió al catolicismo recibiendo el sacramento del bautismo cuando tenía 19 años de edad el 8 de diciembre de 1946.
Seis años después, el 26 de octubre de 1952, ingresó a la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento haciendo vida uno de los ideales que se había marcado en su juventud ya como católica: ser misionera de tiempo completo dándole su vida en desposorio al Señor. Desde su ingreso se distinguió por ser muy fiel en todo lo refrente a la vocación, a pesar de que convivía con hermanas que eran todas extranjeras —cuatro mexicanas que no sabían muy bien el japonés— portadoras de otra cultura. Las dificultades del idioma y de las costumbres, los problemas normales de comunicación con una cultura tan diversa a la suya, no la desanimaron en ningún momento, sino que se convirtieron en un reto para su anhelo de ser una misionera sin fronteras, como lo era la fundadora del instituto, la Madre María Inés.
Gran parte de su formación como postulante la pasó en el silencio, pues tenía que hacer «pie de casa» para que las hermanas se fueran a sus clases de japonés. en 1953 tuvo su primer encuentro con la beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, la cual, en aquella visita misionera, le dedicó bastante tiempo y la enriqueció con innumerables enseñanzas en torno a la vida consagrada.
El 15 de agosto de 1954 inició su noviciado, adoptando allí su nombre como religiosa: Consuelo de María. Y es que quiso llamarse así porque según ella misma contaba, un día, en que sintió que no podía más por agotamiento y por las dificultades con el español y que pensó mejor regresar a su casa, a la hora del Angelus, al mediodía, cuando se dirigía a tocar la campana, sintió la presencia de Nuestra Señora de los Dolores y desde ese momento tuvo la certeza de que el Señor la quería en el convento para ser el consuelo de su Madre Santísima.
Luego de dos años de noviciado, hizo su primera profesión de votos el 18 de agosto de 1956 y sus votos perpetuos el 22 de abril de 1962 con el gozo de que recibiera su adhesión al instituto la beata María Inés Teresa.
Sus primeros años en la vida consagrada los pasó en su patria, evangelizando en Karuizawa, Tokyo y Oizumi. En 1970 fue trasladada a Roma en donde vivió hasta 1988 ejerciendo en estas dos naciones diversos cargos y servicios como superiora, consejera y hasta como enfermera en Roma, apostolado al que le tenía mucho cariño.
Tuvo la dicha de renovar sus votos al cumplir 25 años de vida consagrada en presencia de la beata María Inés, que por aquel entonces se encontraba ya bastante delicada de salud pero gozosa de ver perseverar a su primera hija japonecita.
En el año de 1988, Consuelito regresó a Japón, donde el Señor, a principios de la década de los noventa le permitió abrazar la cruz de la enfermedad debido a un derrame cerebral que le paralizó el lado izquierdo de su cuerpo, desgastado por los años y el cansancio de la misión a la que se entregó por tantos años con edificante entrega y donación. Aquel hecho doloroso no le impidió seguir acrecentando su deseo de ser misionera en todo tiempo, lugar y condición anhelando la santidad y, en medio de su enfermedad, con una generosa fidelidad a su consagración religiosa, se le veía siempre disponible, participando en todo lo que podía y dedicada, a pesar de que solamente podía mover la mano derecha, a la costura y a realizar pequeños pero muy necesarios servicios a la comunidad.
En mayo del 2010, esta edificante hermanita misionera sufrió una fuerte caída que le provocó una fractura en la cadera, situación que la mandó al hospital y que provocó, que, desde esa fecha, se viera condicionada a vivir con ayuda de personas especializadas en una residencia especial para enfermos, atendida por las hermanas de Betania. Siempre fiel a sus principios como consagrada y en especial como Misionera Clarisa, la hermana Consuelo se fue adaptando, no sin dificultades, a este nuevo estilo de vida en donde el Señor la llamaba a ser misionera con su ejemplo, con su docilidad, su oración y sacrificio entre los enfermos del lugar al que cada semana, acudían nuestras hermanas Misioneras Clarisas para visitar a la hermana y hacerla sentir siempre cercana a la comunidad. Allí, en esa casa, ella, como su nombre lo dice, fue consuelo para el Señor y para su Madre Santísima y fue consolada por Cristo en la Eucaristía que recibía y en la participación en la Santa Misa que ofrecía por la salvación de las almas.
La vida de la hermana Consuelo Hattori fue una vida marcada por la misión, como Dios lo quiso, una vida marcada por casi 25 años de enfermedad y con ello, casi 25 años de un testimonio que coronó aquel «sí» que había dado al Señor cuando jovencita, atraída por las misiones, quiso consagrar su vida, sin descanso, a hacer vida aquel ideal de Madre Inés: «Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero».
Padre Alfredo.
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