El salmo 50 [51 en la Biblia] es un salmo por excelencia penitencial y muy utilizado en la Cuaresma. Llamado «Miserere» es un gran acto de contrición con una maravilla de construcción y expresión poéticas que vale la pena leer en esta Cuaresma varias veces y orarlo con detalle. El autor ha dividido el escrito inspirado por Dios en dos partes —hoy tenemos en el salmo responsorial de este primer jueves de Cuaresma unos cuantos versículos de la primera (3-4.5-6)— con repeticiones y paralelos cuidadosos con la idea clave en la relación entre el pecador arrepentido y Dios. «Apiádate de mí...Lávame bien... purifícame de mis pecados» expresa con dolor el salmista, porque el pecado no consiste simplemente en el quebrantamiento de una ley, que puede ser reparado por un holocausto que sería inútil, y aun ofensivo, si no fuera un signo genuino de arrepentimiento interior de todo corazón. Por eso hoy el profeta, en la primera lectura (Is 58,1-9) denuncia la vaciedad del ayuno exterior, incapaz de transformar la conducta si no está acompañado del arrepentimiento.
Dios quiere que la penitencia de nuestra Cuaresma lleve a la renovación del espíritu por la práctica de la justicia y del bien. El Señor sólo está al lado de aquellos que se esfuerzan en la práctica del amor y están arrepentidos de corazón por haberle fallado. El ayuno y las demás prácticas de este tiempo penitencial no se conciben sin caridad y sin arrepentimiento. El ayuno cristiano al que nos invita la Cuaresma es también ocasión para un encuentro con Dios: la Iglesia no está aún sino parcialmente en los últimos tiempos: camina todavía y espera una plenitud que no ha llegado aún; en este sentido el ayuno —y sobre todo la penitencia que éste refleja— se celebra en determinados períodos del año en que la Iglesia se encuentra de manera particular en estado de vigilia como es la Cuaresma esperando la Pascua. Por eso puede decirse que lo que importa en el ayuno cuaresmal y la abstinencia no es la privación de alimento, sino la seriedad de la fe en las tareas de la vida para que sean la expresión más viva del servicio de Dios y de los hombres. Puede ser que leyendo la liturgia de la palabra del día de hoy y en especial el Evangelio (Mt 9,14-15) nos preguntemos en serio cuáles son las mortificaciones que prefiere el Señor que le entreguemos en estos 40 días de camino hacia la Pascua.
Ciertamente no todas las penitencias que nos impongamos en cuaresma pueden ser agradables a Dios. A lo mejor o a lo peor estamos instalados en la falsa ilusión de que cualquier mortificación que hagamos sin ton ni son tiene que ser bien vista por Dios. La penitencia o práctica cuaresmal que llevemos a cabo debe hace crecer en nosotros, además del amor a Dios —cosa muy difícil de medir—, el amor a los demás —cosa mucho más fácil de comprobar en términos concretos—. Y tenemos una regla muy práctica: las mortificaciones, sacrificios y penitencias cuaresmales deben llevarnos hacia el próximo más próximo. O sea, es la comunidad en la que uno vive —familia, comunidad religiosa, comunidad parroquial, grupo, amigos— la que debe beneficiarse de las prácticas penitenciales de cada uno. Me encontré por allí dos ejemplos: ¿puede agradar a Dios el madrugón que se pega un padre de familia para asistir al Viacrucis de los viernes, si durante la semana siempre consigue que sea su mujer la que se levante de la cama para atender al pequeño que llora y él no da un paso para ayudar? ¿Puede agradar a Dios que alguien se decida a comulgar todos los días de cuaresma, si luego no se esfuerza por tragar a ese prójimo que le resulta tan antipático?... Hay mucho que hacer en Cuaresma para entender, como el salmista, lo que es el auténtico arrepentimiento, para eso son las prácticas de este tiempo privilegiado de conversión. ¡Bendecido viernes penitencial!
Padre Alfredo.
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