Cuenta la leyenda que una vez una serpiente empezó a perseguir a una luciérnaga. Esta huía rápidamente con miedo de la feroz depredadora y la serpiente al mismo tiempo no desistía. Huyó un día la luciérnaga y la serpiente la seguía, dos días y la seguía... Al tercer día, ya casi sin fuerzas, la luciérnaga se detuvo y le dijo a la serpiente: —«¿Puedo hacerte tres preguntas?» —«No acostumbro a dar este precedente a nadie, pero como estoy a punto de devorarte, puedes preguntar,» —contestó la serpiente. —«¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?» —preguntó la luciérnaga. —«No» —dijo la feroz serpiente. —«¿Yo te hice algún mal?» —le dijo la luciérnaga. —«No» —aseguró la serpiente. —«Entonces, ¿por qué quieres acabar conmigo?» —preguntó asustada la luciérnaga. Y la serpiente respondió: —«Porque no soporto verte brillar...». Quizá uno de los peores sentimientos que existen en el corazón del hombre, dañado por el pecado original, es el de la envidia. En realidad, quien sufre de envidia —porque no hay que olvidar que la envidia hace sufrir al que la siente— no es muchas veces consciente del motivo. Quien nos admira se alegra de nuestros éxitos, quien nos envidia se alegra de nuestras miserias. Todos tenemos dones y cualidades positivas innatas. También tenemos miedos, temores, enfermedades, sacrificios, ... Entonces, ¿por qué la envidia?
El tema de la liturgia del día de hoy es este precisamente: la envidia. La envidia es, ante todo, un sentimiento que experimentamos las personas por consecuencia del pecado original en diversos momentos de la vida y ante determinadas circunstancias, por lo que podemos decir que es una experiencia humana casi universal, pero hemos de reconocer que generalmente resulta una experiencia desagradable que suele conectar a quien la sufre con otros sentimientos y emociones negativas, como la tristeza, la ansiedad, el odio, etc. A través de la envidia se pueden crear auténticas obsesiones hacia el objeto codiciado, bien sea material, intelectual o incluso espiritual. Llevada al límite, la envidia puede empujar a las personas a hacer daño a otros que poseen lo que se entiende como un deseo no cubierto. Eso sucede en la primera lectura de hoy a los hermanos de José (Gn 37,3-4.12-13.17-28) y esa sensación horrible sienten los viñadores del relato evangélico (Mt 21,33-43.45-46). El salmo 104 [105] en los versículos que hoy tenemos como salmo responsorial (16-21) recuerda precisamente a José, vendido como esclavo por sus hermanos como fruto de la envidia que le tenían.
El salmo nos muerta la misericordia divina en esa época de José, a quien a pesar de la envidia de sus hermanos el Faraón de Egipto lo propuso para un puesto de gran responsabilidad y honor (Gn 37-50). El salmo lo describe como «administrador de su casa» y «señor de todas sus posesiones» (v. 21). Las diversas crisis que afectaron la vida de José debido a todo lo que había afrontado como consecuencia por la envidia de sus propios hermanos no pudieron evitar la manifestación de la misericordia del Señor, pues las situaciones humanas, como la envidia, no pueden detener la voluntad divina. El día de hoy, en toda la liturgia de la palabra, pues, se manifiesta el tema de la misericordia divina como factor teológico de importancia sobre todo durante la época de la Cuaresma, que es tiempo de conversión. Emociones negativas, obsesiones, quejas... son cosas que provocan que surja la envidia y son cuestiones que muy bien se pueden trabajar en este tiempo privilegiado de gracia gracias a la oración, a la limosna y el ayuno. Trabajemos para que la envidia no se apodere de nuestro corazón y lo ciegue y sigamos caminando de la mano de María hacia el gozo de la Pascua. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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