Ya sabemos que la palabra Adviento significa «venida». Y sabemos también que, si Dios «viene» al hombre, lo hace porque en su ser humano ha puesto una «dimensión de espera» por cuyo medio el hombre puede «acoger» a Dios, es capaz de hacerlo. La posibilidad de que el mundo pueda ser transformado depende de cuánto el hombre pueda ponerse frente a Dios y recuperar su identidad desde Él, que viene a salvarlo. Hoy el autor del salmo 79 (80 en la Biblia) parece decirle al Señor junto con nosotros: «No te canses de llamar, Señor, no te canses de llegar, no te canses de venir... «vuelve tus ojos, mira tu viña y visítala», Señor, que aquí estamos caminando, Señor, a tu encuentro en este Adviento. El propósito del salmista es suplicar e implora a Dios su intervención redentora y liberadora para traer la restauración al pueblo que se sentía herido, cautivo y deprimido en medio de una grave crisis nacional. La oración del escritor sagrado es intensa y sentida, y transmite un sentido profundo de urgencia, que se revela claramente en los imperativos que utiliza: «Escúchanos... manifiéstate, despierta tu poder y ven a salvarnos... vuelve tus ojos, mira tu viña y visítala; protege la mano plantada por tu mano... que tu diestra defienda al que elegiste... consérvanos la vida».
El salmista solicita la intervención del Dios misericordioso y pide que venga a establecer orden. Él es el pastor y sembrador. De hecho es la única vez que en la Biblia Dios recibe este apelativo de «Pastor de Israel»; por eso estamos ante un salmo muy propio de este tiempo de Adviento. Jesús de Nazareth, cuya llegada anhelamos, se identificó mucho con estas imágenes del pastor y el sembrador de este salmo. Desde la perspectiva del pastor, se presenta como el pastor verdadero que da la vida por sus ovejas (Jn 10) y afirma que el es el verdadero sembrador, que hace que la vid de mucho fruto (Jn 15). Hoy la liturgia nos pone este salmo porque el Adviento nos lleva a aspirar ver al Salvador y experimentar su gracia y su perdón. Al orar con este salmo en la Misa de hoy reconocemos que tenemos necesidad de clamar al Padre que envíe al Salvador de quien queremos ser fieles discípulos–misioneros en medio de este mundo que ha sido atacado por la esterilidad y las plagas que el nuevo orden mundial quiere insertar queriendo « hackear» a la Iglesia.
Ojalá pudiéramos escuchar hoy sábado y de la mano de María que espera ansiosa la llegada del Salvador, que se eleva de una multitud de «corazones marianos» el mismo clamor: «Despierta tu poder y ven a salvarnos» y que de esta misma multitud brota el gozo de anunciar su venida a los demás, como nos recuerda el Evangelio de hoy que hizo Juan el Bautista (Mt 17,10-13). Cristo, a quien esperamos, nos propone admirar e imitar, tanto como podamos, el desprendimiento del Bautista, su pasión por la justicia y la verdad, su humildad tan sincera ante la presencia de aquel cuyas sandalias no se considera digno de llevar. Como Elías —a quien Jesús hace referencia hoy en el Evangelio—, Juan Bautista es testigo de los derechos de Dios, su santidad, la gloria soberana del «Pastor de Israel» que no puede ser confundida con la efímera belleza de ninguna de sus creaturas. No cerremos nuestro corazón al Redentor que se acerca a nosotros no sólo para protegernos sino para renovarnos como criaturas nuevas, como hijos de Dios. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de prepararle el camino al Señor con un corazón libre de maldades, injusticias y odios, y lleno del amor que venido de Dios, nos haga ser una digna morada para Él y un signo del amor fraterno para cuantos nos traten. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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